Colaboraciones en prensa

Muchos elucubran con la idea de que esta crisis económica va a cambiar el mundo, pero están equivocados: el mundo está cambiando siempre. Nuestro problema ante la realidad no es la ceguera, sino la falta de perspectiva.

Si hoy volviéramos a leer el 90% de lo que se dijo y se publicó en los inicios del 15-M sus autores se morirían de vergüenza. El movimiento, apoyado por Paris Hilton, Julio Iglesias y Joseph Stiglitz, parecía que inauguraba una nueva era. Las madres llevaban a los niños a las plazas para que pudieran contárselo a sus nietos, y los medios buscaban el nombre del chico que arrancaba la placa de una calle, persuadidos de que siempre hay héroes y leyendas en la churrería de la historia. Vamos, la toma de la Bastilla, el asalto del Palacio de Invierno o la caída del Muro de Berlín eran poco ante lo que estábamos viviendo. Se habla de burbujas económicas, pero debería hablarse también de burbujas informativas: el 15-M es un ejemplo, como lo son las revueltas atenienses o a la violencia sin sentido de un sector de la juventud inglesa, concienzudamente maleducada en la ausencia, más que de principios, de algo.

En Sol, en Atenas o en Tottenham no asistimos al advenimiento del futuro, sino a algo más modesto: al cierre del modelo instalado en Europa tras la II Guerra Mundial. Las convulsiones proceden del desajuste entre las expectativas creadas por el Estado nodriza y su absoluta incapacidad para satisfacerlas: garantizar la felicidad personal a cada individuo. El modelo asistencial europeo está agotado no porque sea económicamente insostenible, que también, sino porque es metafísicamente imposible. China, India o Brasil mantienen grandes tasas de crecimiento, mientras que cualquier Estado occidental salta de alegría si crece un 0,2 o 0,4%, eso sin contar con que los europeos ya no tienen hijos, desconocen la esperanza y ni siquiera imaginan que su suerte personal les pertenece a ellos y no al Gobierno más próximo. Es una decadencia en toda regla.

El futuro de la humanidad no se juega en la pretensión de chicos que exigen en la calle descapotable de protección oficial y una más justa redistribución de los títulos de ingeniero, sino en la portentosa expansión económica y cultural que protagonizan Brasil, India, China, el conjunto de Oceanía y Extremo Oriente. Lo malo es que no podemos asegurar que esos nuevos modelos sigan unidos a la democracia representativa, la libertad de expresión y los derechos humanos. Lo malo es que no sabemos hasta qué punto condiciona nuestro futuro que China siga siendo absolutamente impermeable a la democracia. Los sufridos chicos de Europa seguirán creyendo que viven en el peor de los mundos posibles, que no tienen oportunidades y que los políticos y los banqueros son muy injustos con ellos. Pueden pensar lo que quieran: el futuro, incluso el suyo, se ventila muy lejos de aquí.

Artículo aparecido el 13 de agosto en la edición vasca de El País.

La música y la literatura guardan numerosos secretos, la mayoría de las veces relacionados con el contenido y la explicación de las cosas que se dicen o se escuchan en estos ámbitos de la expresión artística y del conocimiento. Pero un secreto aún más emblemático es la relación que guarda la música con la escritura. Y especialmente con la poesía. Si la escritura es la partitura del lenguaje, la poesía es la partitura que tiene sentido y sonido, significado y ritmo; en otras palabras, voz que llega a la gente.

La música se hace porque, pese a que está todo dicho, todavía está todo por decir, al igual que la poesía sirve para expresar lo que no se puede decir con normalidad. El espectador, el lector, el oyente, entiende perfectamente lo que escucha o lee, interpretando con sus sentidos un lenguaje estético y artístico que cautiva al mundo en silencio.

La conexión entre música y literatura es patente en numerosos puntos, pero es evidente que el encuentro es significativo cuando hablamos de poesía y de jazz. El espectador en el jazz participa del instante creador con las variaciones improvisadas de sus instrumentistas, siente la espontaneidad en el aire, intuye la negación de estructuras preestablecidas, elementos que se pueden aplicar al pensamiento en la escritura, rasgos que comparte la poesía en su plenitud.

Se puede decir que el jazz es la música moderna con sus propias características: sensualidad, ritmo, libertad, improvisación. En claves poéticas, el jazz es suspiro y es grito, y tiene una personalidad libre que seduce con su magia y profundidad al resto de las artes, al cine y a la literatura especialmente.

Las manifestaciones del jazz como poesía sonora viven en películas como Bird, de Eastwood, o Round Midnigtht, de Tavernier. Las biografías de músicos (Bird o Charlie Parker por Russell, Autobiografía de Miles Davis, Como si tuviera alas de Chet Baker), junto con las historias de sus protagonistas en ambientes nocturnos donde se respira la sensualidad del dolor y el desamor urbano, son argumentos novelados en la historia de la literatura americana y europea (Jazz de Toni Morrison y Un invierno en Lisboa de Muñoz Molina).

Pero es en la poesía donde esta realidad sonora tiene más adeptos. En España, por ejemplo, surgen las primeras revistas literarias con colaboraciones de autores como Lorca o Cernuda, quienes quisieron que el jazz entrara en sus obras. Kurt Weil y Bertolt Brecht escriben The Knife (El navaja), donde un hombre roba y mata a otro, y se gasta el dinero en prostíbulos que retratan los bajos fondos de Berlín.

Hay una vertiente amable del verano, pero hay otra fúnebre y sangrienta, y de ella los medios dan cumplida cuenta: son jóvenes que se dejan la vida en una carretera comarcal, a primera hora de la mañana, cuando vuelven a sus casas tras una noche de furiosa diversión en un pueblo cercano, o esa sucesión de cuerpos empitonados en los festejos taurinos, donde toda clase de individuos, desde ancianos dementes hasta adolescentes ebrios, encaran el desafío de esquivar a golpe de cadera la embestida de un morlaco de quinientos kilos.

La muerte transita por toda clase de senderos, pero nuestra insensatez se empeña en abrirle aún nuevos caminos, caminos como vastas autopistas gratuitas. Una verbena de pueblo o un encierro de tercera pueden ser la excusa perfecta para que la muerte adelante en años, o en décadas, su visita a un ser humano, esa criatura delicada, vulnerable, cuya frágil existencia siempre pende de un hilo. Y todas estas desgracias absurdas, totalmente evitables si la gente fuera más prudente, imponen explicaciones complicadas, ya que se evita por decreto la más sencilla: que la conducta humana desciende a veces a la mayor estupidez. Como estamos persuadidos de que los seres humanos no somos responsables de nada, toda desgracia, todo infortunio, se remite necesariamente a algún incumplimiento legal.

En una de las tragedias de este verano, un encierro que costó la vida a un hombre, el alcalde se apresuró a declarar ante los medios que el espectáculo "cumplía toda la normativa". Uno comprende la diligencia con que los responsables de los festejos taurinos salvaguardan su gestión, sobre todo cuando cuentan con un fetiche que alcanza, a la postre, proporciones metafísicas: si uno cumple la normativa se convierte en no imputable. Y si aún así asoma la tragedia, siempre hay explicación: la normativa era insuficiente y exige modificaciones.

El poder público nos preserva de la tribulación debido a su condición omnipotente. Toda adversidad es fruto de una normativa imperfecta o de un vacío reglamentario. Por tanto, una adecuación de la normativa es la mejor garantía para que cualquier calamidad no vuelva a ocurrir. Cuando la normativa sea lo suficientemente detallada, no habrá chicos muertos al amanecer en las carreteras, ni borrachos traspasados por las astas de los toros, ni niños mutilados por la explosión accidental de petardos festivos, ni bebés ahogados en las piscinas municipales. Cuando la normativa mejore, la muerte estará proscrita. De hecho, pienso que, con una normativa adecuada, la inmortalidad podría ser un derecho subjetivo, exigible ante los tribunales de justicia. Y si, a pesar de todo, algún irresponsable vuelve a morir por culpa de una conducta absurda, los medios correrán a tranquilizarnos: ya se habrá emprendido el análisis de la normativa aplicable, así que nada malo volverá a ocurrir jamás.

Artículo aparecido el 20 de agosto en El País.

Frente a mi casa hay un banco que cada año, por estas fechas, se convierte en el lecho de algún indigente, de modo que verano tras verano los vecinos hemos visto ya toda clase de mendigos: altos, bajos, bordes, majos, jóvenes, viejos,... Creíamos conocer el catálogo entero, pero el de este año nos ha sorprendido. Y gratamente. Para empezar, el tío va limpio como una patena. No sé cómo lo hará, pero es así. Y, además, es muy simpático con todo el mundo sin pasarse ni ponerse pelma. "En las fiestas, como en la vida", le oí decir el otro día, hablando con orgullo de su banco, "hay que saber situarse. Si te ubicas mal, vas de cráneo. Pero, como sepas colocarte en el sitio justo, ¡la vida es gloria bendita!"

A este hombre, un filósofo que se refiere a sí mismo como "gestor de la caridad ajena", le divierten mucho nuestras bilbainadas, como ésa de montarnos una Semana Grande nada menos que con nueve días. También tiene sus teorías sobre la idiosincrasia bilbaína. En su opinión, los bilbaínos tenemos el bolsillo muy suelto con quienes nos provocan una sonrisa. Y, como él conoce su oficio y sabe dar al cliente lo que quiere, cada mañana coloca ante su banco un cartón grande en el que ha escrito "SOY SINCERO" y, junto a él, varios cartones más pequeños con peticiones concretas. Un cartón dice: "Para vino"; otro: "Para whisky"; otro: "Para kalimotxo"; y el último: "Para resacas".

Dependiendo del día y la hora, la gente va echando más moneditas en un cartón o en otro, y el negocio funciona. "Hay que evolucionar y analizar la sociedad", comenta él, "y el tiempo de dar pena se ha pasado. Hoy hay que divertir. Todo el mundo tiene problemas y el personal no quiere latazos. Además, si pides para comer, es posible que te traigan un bocata guarro. ¡Y uno ya no se lleva cualquier cosa a la boca, que hay que ser selectivo!"

Dicho lo cual, para ilustrar la frase, se inclinó sobre su zurrón, sacó una botella de Rioja cuya etiqueta decía "Reserva", y le pegó un buen lingotazo con cara de satisfacción. "Y ahora, que me quiten lo bailao", declaró. Y, qué quieren que les diga, yo creo que no le faltaba razón.

Artículo aparecido el 26 de agosto de 2011 en El País.

AMIGO coche-velocista (sueles ser hombre, ¿verdad?). Me encanta que cuando conduzco te pongas a pocos centímetros de mi vehículo y que en cuanto tienes la mínima posibilidad de adelantarme lo hagas. Yo solo he dejado un espacio de seguridad, pero tú entiendes que te invito a que me adelantes, por más que sea peligroso, aunque veas que hay un semáforo en rojo a pocos metros y esa sea una de las razones por las que he reducido considerablemente la velocidad. Pero tú tienes prisa. Bendito seas. Hay mucha gente que por ganar unos segundos pierde su vida. Tú, no. Ya me has mirado con un poco de enfado cuando me adelantabas, y ahora me miras por tu retrovisor, analizando mi actuación, considerándote superior porque me has adelantado. ¡Qué hombría la tuya! Esto me ha empezado a gustar, sí señor.

Yo sé que tú no eres de esas personas que utilizan armas terroristas que van matando a la gente por ahí, como si se tratase de conejos. ¡Pobres conejos! A ti te gusta la carretera y cuando adelantas te sientes feliz. Luego, cuando llegas a casa, abres el ordenador y entras a ese juego en el que se eliminan personas con un coche equipado de armas terroristas para conseguir su objetivo. Se trata de eliminar al mayor número de militares, pero tampoco importa si se eliminan civiles. En el juego, los militares, al parecer, no tienen familia. Tampoco las personas civiles. Y como todo es virtual esas personas eliminadas tampoco tienen graves heridas si no mueren en el primer intento. Todo pasa desapercibido y se olvida.

Tú puedes conseguir un porcentaje de víctimas importante. Para ello tienes que pasar de nivel: a cada paso aumentas la velocidad, según te indica la pantalla, pero ese paso de nivel depende del número de víctimas. Si hay muchas víctimas y consigues un trofeo acumulas más puntos. Sí señor. Eres el más rápido. ¿No es suficiente con un nivel? Pues pones veinte o sesenta para divertirte al máximo. Cambias los mandos, diriges el coche con el teclado del ordenador, frenas, disparas…

Más de un millón de personas mueren todos los años en las carreteras y 50 millones sufren heridas de consideración. Los países pobres están aumentando el uso de vehículos, pero con menos medidas de seguridad. Los países emergentes viven su crecimiento automovilístico, sufriendo las consecuencias. En Europa se toman medidas más severas y se reduce la mortalidad. Todo muy educado, con cifras y balances que hablan de éxito de las medidas aunque siguen muriendo demasiadas personas. Casi como en tu juego. Claro que tú no tienes la culpa. En casi todos los informes se coincide en que el promedio de accidentes en carretera aumenta cuando la velocidad es más elevada. Además, hay más fuga de carburantes, aceites, ácidos, cargas contaminantes, humos tóxicos…, pero la velocidad es lo que importa. De nada sirve que las campañas institucionales se empeñen en determinar los riesgos de velocidad, que si choque frontal, que si a tanta velocidad se necesitan tantos metros para poder frenar. Tú no lo crees. Rebélate contra esos estudios que hablan de la eficacia de las limitaciones de velocidad. Nadie tiene que decirte a qué velocidad debes circular. ¡Faltaría más! A ti no te va a pasar nunca. Tú, además, tienes un automóvil caro. No hace ruido apenas, es muy seguro. Tu comportamiento en la carretera no se parece al que has tenido en el juego virtual, porque ni te vas a matar ni vas a matar a nadie. Eso espero. Y como tienes un vehículo bien equipado no crees eso de que no se puede garantizar una total seguridad. Por cierto, que has comenzado a utilizar un adaptador para que tu coche decida el valor de la velocidad autorizada en cada momento, aunque tú lo utilizas solamente para que no te multen. Y puedes ponerlo fuera de servicio con la ayuda de un conmutador. La verdad es que las simulaciones de tu jueguito nada tienen que ver con las pruebas de choque que se realizan con muñecos para calcular las consecuencias en las personas. Y nada justifica que yo tenga tanto miedo a la carretera. Al fin y al cabo es lo que ha decidido nuestro sistema económico, que mira hacia otro lado cuando hay tantas víctimas, sin cara, sin sufrimiento, mera estadística. Todo parece un juego. En fin, ya que solo se puede conseguir que a corto plazo disminuya algún punto la tasa porcentual -dicho así no se nota el sufrimiento- te ruego que, al menos, no me hagas sentir el aliento de tu coche en mi cogote, a la altura de la matrícula, que me exaspera.

Artículo aparecido el 1 de febrero en Deia.