Colaboraciones en prensa

Tiene un apellido ideal para dormir a la intemperie. Sin embargo, nacido en Kiev, descendiente de inmigrantes polacos, Sigismund Krzyzanowski pasó la mayor parte de su vida recluido en una habitación de Moscú. En el espacio de apenas ocho metros cuadrados concentró mayor libertad que la dispersada en todo su país sometido a la dictadura. No le permitieron editar más que una obra dramática y algunos artículos menores. Para silenciar definitivamente al creador insumiso, sólo faltaba la intervención de Gorki, que entonces era el padre sin coraje de la propaganda soviética. Por supuesto, Gorki no tardó en anularlo socialmente con varias frases de infamia sutil, y a Krzyzanowski le bastaron treinta palabras para resumir la tiranía: “Era como si todos nosotros, los que nos habíamos quedado aquí, nos hubiéramos instalado en un enorme edificio de gruesos muros, decorado por fuera con hileras de falsas ventanas ciegas”. Los críticos literarios franceses lo consideran el eslabón perdido entre Kafka y Borges, y en España la editorial Siruela ha publicado, con análisis exactos de Jesús García Gabaldón, el conjunto de relatos La nieve roja. Sigismund Krzyzanowski murió en 1950. Fue enterrado bajo una nieve densa que borraba los caminos y nadie sabe ahora dónde se encuentra su tumba. Opino que existe una búsqueda prioritaria: ningún amante de la mejor narrativa debería ignorar el placer de las páginas escritas por un artista desobediente.

Artículo aparecido en El Cultural de El Mundo.

En París hay un público que exige calidad a nuestros músicos de flamenco. Aficionados minuciosos, escuchan como si fuesen taurinos del compás sentados en el tendido siete de la plaza de Las Ventas. A ellos se enfrenta, con su traje musical más clásico -tiene otros de corte galáctico-, un veterano de veintisiete años: Francisco Contreras, Niño de Elche. Sale al ruedo en compañía del buen guitarrista Francisco Vinuesa, a quien jalea con una consigna insólita: “¡Sensibilidad!”. Se entiende por qué el cantaor, de gestos sobrios y bellos, rechaza los micrófonos. Lo primero que nos impresiona es la voz. Ha aprendido limpieza vocal al lado de Calixto Sánchez y le añade unos filamentos trágicos de Camarón de la Isla. Ya pueden embestirlo los cantes grandes o chicos. Se atreve con todas las faenas y hace su lidia de soleás, tientos-tangos, una bulería para que las palabras de Rafael Alberti reencuentren a Federico García Lorca. Como animal que prepara alguna acometida, sus pies escarban la superficie de los ritmos y, de repente, en los momentos de mayor desgarro, la sangre se le agolpa en el rostro. Las pausas son un calambre entre los espectadores. Bromista culto, Francisco Contreras rememora a un poeta que buscaba el toro de ojos verdes, y después da la puntilla a cualquier arte alejado de lo humano: “No quiero cantar a un montón de sal”. Al final del concierto, en París se dice que con Niño de Elche ha nacido una seriedad artística. “Especialmente un maestro del matiz”, susurro en el callejón.

Artículo aparecido en El Cultural.

Raras veces el adorno superfluo tiene algo en común con la poesía. Lo explica el escritor vasco Alex Oviedo, que me describe los problemas de los habitantes de Bilbao al caminar sobre un puente. Trazado por el orgullo resbaladizo de una estrella de la arquitectura, el suelo del puente se convirtió en pista para acróbatas involuntarios. Ocurre cuando la decoración de nuestras creaciones y los egos de techo alto vencen a la utilidad. A poca distancia de esos errores existe un museo que vincula eficacia y belleza: el Guggenheim. Se sabe con cuánto esmero Frank Gehry dibujó la fachada de planchas de titanio, los muros de cristal, todos los espacios interiores del edificio. Pero todavía resulta más emocionante un detalle casi secreto: la integración de otro puente, éste viejo y anodino, en el conjunto ideado por el canadiense. De manera inesperada, aquella construcción humilde nos sirve ahora con una armonía práctica. Según un proverbio francés, el diablo vive en los pormenores, y por estos rastros minúsculos del cuidado de Frank Gehry vemos al diablo convertido en calidad. Ante tal muestra de respeto, dan ganas de decir a los técnicos de pecho inflado: Señores astronautas, sin renunciar a la estética personal, piensen en adecuar sus diseños a las necesidades de los ciudadanos. De ahí saldrán la poesía del lugar y el agradecimiento de los usuarios. Me lo sintetiza bien una persona cercana: “Los arquitectos deberían recibir la recompensa o el castigo de vivir en las obras que crean”.

Aparecido en el suplemento 'El Cultural'.

En Nueva York he visto edificios, parques y cuadros muy hermosos. Pero mis mayores agradecimientos son musicales. Tras varios conciertos al aire libre, esperaba excitado el momento de escuchar a Vaneese Thomas en el Lincoln Center. Una artista que, sin caer en adaptaciones serviles, ha cantado junto a Luciano Pavarotti y Eric Clapton. Llegué con una hora de antelación y en la puerta me advirtieron que el local estaba casi lleno. Sentí alivio al entrar en la sala. Qué raros somos cuando tenemos una certeza. Al sonar los primeros compases, tocados por seis instrumentistas de calidad, presentí los mejores placeres estéticos. Imposible equivocarse. Vaneese Thomas empezó a cantar soul con una potencia que nunca olvidaré. En sus notas agudas vibraban las raíces del gospel que la cantante seculariza para hablarnos de amores carnales. Las tres coristas templaban en el estribillo la alta temperatura de la melodía. No en vano el repertorio elegido era para homenajear a las intérpretes de soul y rhythm and blues que consiguieron ser admitidas en el coto musical de los hombres. La canción Respect sonó con energía de himno. Durante dos horas Vaneese Thomas permaneció en el peldaño más alto de su verdad artística. Hasta acabar la actuación. Fui el último en salir del recinto. Había comprado dos discos de la cantante y me dedicó uno de ellos, después de darme un beso y —sorpresa— responderme en un francés lujoso. Noche para quedarse en ella.

Aparecido en El Cultural.

En el frontis de muchos ayuntamientos de Francia figura el lema Liberté-Egalité-Fraternité. No sé si la gente que pasa por delante o que entra en esos edificios se fija en la inscripción, ignoro también el grado de adhesión o de confianza activa que ésta les inspira. Pero estoy convencida de que si mañana alguien decidiera quitar esas palabras de ahí, se encontraría con una oposición firme, insuperable. Porque ese lema y su visibilidad al frente de la casa común constituyen un símbolo que, incluso interpretado a mínimos, tiene un extraordinario valor. El valor de un principio fundamental, fundacional que le pone al trajín de la vida social, que tantas veces es un equilibrismo de altura, una red de protección por debajo; una red que garantiza que ciertas fronteras de desamparo no se van nunca a traspasar, que nadie va a caer nunca al vacío y estrellarse.

No voy a detenerme hoy en que, a lo largo de estos años terribles, hemos visto en las fachadas o cercanías de algunos de nuestros ayuntamientos mensajes que constituían una contradicción y un desafío brutales a cualquier noción de libertad, igualdad y desde luego fraternidad cívicas. No voy a detenerme en esa oscuridad para centrarme en la claridad con la que desde la fachada, por ejemplo, del ayuntamiento de San Sebastián se ha dicho "ETA NO", en un cartel que si no es el original francés, puede verse como un resumen de esencia y emergencia del mismo. Decir no al terrorismo desde la casa común es afirmarse colectivamente a favor de la fraternidad, la libertad y la igualdad de todos; o lo que es lo mismo, condenar cualquier agresión que contra ellas se dirija.

Ha sido noticia estos días que, en una de sus primeras intervenciones oficiales, el nuevo alcalde de San Sebastián había acudido en moto a unas jornadas sobre transporte urbano. No creo que lo más reseñable sea esa moto (supongo que la prensa ha querido subrayar la ironía que supone la representación motorizada de la sostenibilidad); lo más noticiable me parece el hecho de que Juan Karlos Izagirre ha podido desplazarse hasta allí sin escoltas, como lamentablemente no pueden hacer aún muchos de los cargos electos de Euskadi. Mientras ETA no desaparezca no habrá aquí igualdad entre los representantes políticos de los ciudadanos, esto es, entre los ciudadanos mismos. Que remediar esa desigualdad debe ser el primer objetivo de nuestra convivencia y la primera responsabilidad de los dirigentes políticos de nuestra democracia me parece evidente.

Por eso espero que el cartel de "ETA NO" no desaparezca de la fachada del ayuntamiento de San Sebastián —ciudad en la que la banda terrorista ha asesinado a cien personas— hasta que la propia ETA haya desaparecido. Y si, como se ha anunciado, el nuevo gobierno donostiarra decide finalmente retirarlo de allí, que su gesto encuentre una oposición ciudadana firme e infatigable; una apretada red social de protección contra ese vacío de principio.

Artículo aparecido en la edición para Euskadi de El País.