Colaboraciones en prensa

Paseo por Nueva York. Me reciben el viento, el idioma español y la amabilidad. Yo, que he sobrevivido a un par de comas bucólicos, disfruto con el portento urbano de caminar entre edificios cuya esbeltez permite ver el horizonte. Gracias a los paisajes contemplados desde el High Line Park y a los más de cuatro mil rascacielos, experimento la sensación de descubrir una quietud ágil. Como si los arquitectos hubiesen inventado una fórmula para extraerle el peso a la verticalidad. Cerca están los otros alicientes. Los viajantes pueden sentir parecida fascinación en los bulevares de Queens o en varias galerías de exposiciones. Los europeos deberíamos aparcar nuestra altivez cultural en el exterior de museos como el Metropolitan y la Frick Collection. Quizá el envanecimiento se nos deshaga en el museo de Historia Natural, donde cada objeto entra directamente en la memoria del visitante. Ya en la calle, respeto. Según compruebo, la limpieza de las avenidas llega a los espíritus: en el centro de Manhattan, una pequeña iglesia presbiteriana anuncia, con bandera multicolor en su fachada, que los homosexuales son bienvenidos. Luego, algunas sombras. Sabemos que todas las ciudades tienen su reverso ingrato. Aquí tampoco faltan los hombres que hablan solos, las tensiones sociales de los suburbios, la vejez ruidosa del metro. Lo anoto mientras se cruzan la música de jazz y la de casi doscientos idiomas en un Babel construido para comunicarse.

Aparecido en El Cultural el 16 de septiembre de 2011.

Paseo por Copenhague. Según los datos de cultura, paz social, economía y arquitectura, es la urbe del mundo donde mejor viven las personas. Su historia no fue tan idílica. Los siglos XVIII, XIX y XX, con epidemias de peste, guerras y ocupación nazi, la sumieron en caos, pobreza, dictadura. Las dificultades han desembocado en una democracia ciclista para cuerpos fibrosos. Hoy la amabilidad y los gestos civilizados son los deportes nacionales. Esta perfección y el orden limpio podrían resultar insulsos, pero han sido realzados por un espíritu de creatividad. Algunos notorios músicos norteamericanos de jazz se instalaron aquí. El saxofonista Ben Webster, el pianista Kenny Drew o el trompetista Thad Jones contribuyeron a las variedades estéticas. La reapertura del Jazzhus Montmartre, la construcción de una Ópera de acústica afamada y las formas futuristas del distrito Orestad consolidan los entusiasmos artísticos. Desde hace más de cuarenta años, la ciudad tiene también su alternativa libertaria, el barrio Christiania, donde aproximadamente mil habitantes viven sus creencias hippies (aunque descreídos de las drogas duras). Acaso gracias a la influencia de los primeros inconformistas, el paseante disfruta con la proporción justa de automóviles en el reino de las bicicletas. Contra el clima áspero se ha pensado un urbanismo a favor del placer y, con tiempo soleado, los lectores ocupan las sombras de árboles y terrazas. Su afición la limita un ligero aislamiento, porque en las librerías se exhibe insuficiente litera- tura extranjera. En verano, Hamlet, príncipe de Dinamarca, consuma su otra venganza en los grandes parques de Copenhague: el arte de vivir.

Aparecido en El Cultural.

Me gusta hablar de arte con el poeta José Ángel Hernández porque no pretendemos transmitirnos verdades divinas. Al contrario, nos ofrecemos dudas para que el amigo siga completando su repertorio de incertidumbres. El diálogo más reciente fue sobre los nuevos focos de rebeldía sonora y literaria. Ciertas creaciones artísticas del siglo XX quisieron terminar en el silencio, la poesía cibernética, el cuadro completamente blanco. Desde entonces han llovido partituras, lienzos, libros, y conviene desinflar el orgullo moderno. Si escuchamos los madrigales y motetes del príncipe Carlo Gesualdo u otros compositores renacentistas, encontraremos combinaciones armónicas menos predecibles que en la mayoría de los autores actuales.

Parece que los inconformismos mejor ideados están en la fusión entre la música contemporánea y el jazz libre. Llegan a borrar sus identidades en una plaza común. Es un terreno donde, a principios de los años noventa, Frank Zappa, rodeado de ordenadores y medicinas que le atenuaban los dolores de la enfermedad, ya dejó unidas varias vías paralelas. ¿Y qué ocurre en la literatura? Las páginas de Jorge Luis Borges, escritas con palabras tersas, clásicas y de una profundidad que no acaba en sucesivas lecturas, condensan buena parte de los misterios. De la lectura de sus textos, creados con una lucidez nunca distraída por la anécdota innovadora, nace la pregunta: ¿no es conservador insistir en una revolución agotada?

Artículo aparecido en el suplemento 'El Cultural'.

Me fatigan las personas de misa ideológica diaria, y no defiendo ninguna pureza en el uso de los idiomas. El problema surge cuando la inexactitud frecuente de las expresiones limita y a veces impide el entendimiento. Hace pocas semanas estuve en España y dediqué unas horas a ver los programas televisivos. Al cabo de tres días tuve la impresión de que los buenos modales y la corrección lingüística eran el camino más corto para ser un extravagante. Según deduje, la última moda consiste en exhibir ramplonería en las pasarelas de la fama. Por descontado que dejo al margen las minucias. Olvidemos la queja de los exquisitos al comprobar que el leísmo es un monarca absolutista contra el que lucha un pequeño grupo de escritores. En la mayoría de las emisiones escuché la expresión “a día de hoy”. Como un juguete musical desafinado que los hablantes se pasaban en los relevos. Tampoco faltaron abundantes dosis de “poner en valor” (mal copiado del francés “mettre en valeur”, que tarda tres vocablos en conseguir la eficacia de nuestro “resaltar”). A continuación, en los mítines electorales, caía la granizada de palabras prescindibles de los políticos que no distinguen entre el género gramatical y el sexo. Todo bien fundido en una salsa hecha con anacolutos y otros hierbajos que dificultan el diálogo claro. Empiezo a intuirlo: cualquier español que cuide su idioma y, por motivos favorables, viva en el extranjero terminará siendo un exiliado.

Artículo aparecido en El Cultural.

Si la pereza fuese una disciplina olímpica, Francia debería invadir algún país para almacenar las medallas ganadas por los carteros parisinos. Los sucesores de aquellos personajes de Jacques Tati ríen en las terrazas y, levantando los vasos de cerveza, saludan con simpatía a sus víctimas. Las cartas que más sufren son las selladas como urgentes. Pueden tardar una semana en salir de un local que imagino perfecto para los juegos de naipes, los alcoholes fríos, el humo de tabaco y el tango lascivo. Lo inquietante es que esta desidia se haya contagiado a los críticos de literatura francesa. Fallecido Julien Gracq, al que consideraban el último jinete de la excelencia, han inaugurado un desierto artístico. Dada su tristeza, los analistas ni siquiera abren un garito para el jolgorio. En vez de champán, la abulia lacrimosa. Al mismo tiempo, lejos de tantas publicidades y decepciones, bastantes poetas escriben con calidad silenciosa. Son conocidos por un centenar de cofrades. Apunto varios ejemplos: el dramaturgo Valère Novarina; el imprevisible Philippe Beck; el refinado Alain Le Beuze; Jean-Paul Michel, que deslumbró a Roland Barthes y a Michel Foucault; el profundo Yves Bichet; el sugestivo Paul Le Jéloux; Yves Charnet, que renueva la desesperación de Rimbaud. No importa, los críticos se niegan a corregir la molicie y bostezan desde sus columnas. Esperan que el cartero, camarada de la lentitud, les traiga por fin las obras maestras del heredero de Albert Camus.

Aparecido en El Cultural.