Colaboraciones en prensa

El asunto ha desencadenado, en Bilbao, un conflicto áspero y ruidoso. Y para que nadie diga que me meto donde no me llaman, empecé a reflexionar el otro día no ya sobre lo que opinan o dejan de opinar los que no quieren tener una mezquita debajo de su casa, sino sobre lo que opinaría yo si vinieran a ponerme una debajo de la mía. Y como no tengo ningún derecho a prejuzgar la vida de otras personas, ni siquiera a juzgarla, en tanto no cometan infracciones, entiendo que no existen argumentos para prohibir una práctica pacífica y privada, por mucho que me disgusten las chilabas.

Lo que sí sé es cómo se vive a unos doscientos metros de un campo de fútbol, al pie de una popular zona de tabernas. Cada vez que hay partido aquello se pone irrespirable. No digamos si gana el equipo local. Entonces la gente bebe aún más alcohol del que bebe cuando pierde y, según se sabe, todo lo que se bebe se debe desaguar. Recuerdo el infausto día en que el equipo en cuestión jugó un partido precisamente la misma noche de Reyes. La coincidencia de ambos eventos compuso, en la zona en que vivo, la Tormenta Perfecta.

Eran de ver las largas hileras de muchachos orinando impetuosamente en la bajada de un garaje, o las chicas que configuraban hileras no menos largas entre los huecos de los coches, se bajaban el tanga, se subían la falda y dejaban unos largos, caudalosos, prácticamente oceánicos, surtidores de orín sobre el asfalto. No debió de pasar mucho tiempo cuando empezaron las vomitonas. Y en este campo hay que reconocer que las políticas de igualdad han liquidado los otrora repugnantes privilegios masculinos. Ahora las chicas vomitan en mi acera que da gusto, de modo que unos y otras infestan la vía pública con su orín oxidante, mientras que unas y otros regurgitan, doblado el espinazo, hasta la primera papilla: las meadas, las vomitonas, y seguramente también las menstruaciones, configuran un tósigo infernal que, bien es cierto, las madrugadoras brigadillas de Azkuna eliminan de las calles antes de que las primeras ancianas salgan a misa de nueve.

No estoy seguro de que una mezquita pueda hacer del mío un barrio degradado, pero apuesto el brazo izquierdo a que no puede ser peor que tener a doscientos metros de distancia un campo de fútbol. La gente rechaza la apertura de un nuevo centro de oración monoteísta, pero tendrían que ver cómo se vive cuando acuden a beber bajo tu casa una multitud de chavales agnósticos, ateos, y supongo que todavía algún cristiano, cuando el equipo de sus amores afronta el enésimo, trascendental, insignificante, decisivo y prescindible partido del siglo o de la semana. Cuando hay fútbol, en mi calle se celebra una auténtica naumaquia de vómito y de alcohol. Y en esos momentos recuerdo, con vaga melancolía, que los musulmanes son abstemios.

Artículo aparecido el 16 de julio en El País.

Esto "no tiene nombre" decimos y también que "no tenemos palabras" cuando algo nos parece particularmente atroz o abyecto. Y ahora cuesta encontrar enunciados para dar cuenta justa de lo que acaba de suceder en Noruega: decenas de jóvenes asesinados por un fanático; y del impacto que provoca el hecho de que esa matanza ha tenido un escenario "impensable", se ha producido en un país que, en muchos aspectos, tenemos por modelo de sociedad avanzada. La conmoción que está causando lo sucedido en la isla de Utoya tiene que ver, en primer lugar, con su atrocidad y sus dimensiones. Pero, también, con el hecho de que su autor se inserta en un brutal ideario de intolerancia identitaria que lleva tiempo apuntando signos en Europa. De este suceso espanta, desde luego, la tragedia misma; pero, además, la posibilidad de que tenga algo de punta de iceberg; de indicador de que un monstruo helado de totalitarismo pueda estar avanzando en Europa, por debajo del agua de sus apariencias.

Señales hay -y también sensaciones- suficientes que invitan a no tomarse el asunto a la ligera, sino, por el contrario, a considerar muy en serio el estado moral de Europa. Que indican que hay que hacerle a ese estado un diagnóstico minucioso, como el que, ante la sospecha de una dolencia grave, permiten los escáneres. Creo que Europa necesita pasarse una forma de escáner por sus principios y valores; darse así la oportunidad de remediar, en tiempo real, las posibles, probables, patologías. Las posibles, probables, inmunodeficiencias democráticas, las bajadas de defensas morales por donde puede colarse la infección de los extremismos. Cómo es Europa de vulnerable, en este momento, frente a los radicalismos excluyentes, a las xenofobias brutales, a las intolerancias totalitarias, debe evaluarse a conciencia, analizarse al detalle. Y analizar también, la forma que en cada país y en cada sociedad, adopta esa vulnerabilidad; cuáles son las fragilidades de cada cual, los resquicios por donde puede colarse con más facilidad la enfermedad.

Yo no puedo dejar de pensar que la máxima vulnerabilidad de la sociedad vasca se contiene en esos estudios que indican que un número importante (casi un tercio) de nuestros jóvenes o bien justifica la violencia o bien se muestra indiferente ante ella. Y en los datos que señalan que la xenofobia está calando también en un sector nada desdeñable de nuestra juventud. Insisto en que creo que en esto se concentra nuestra máxima vulnerabilidad. Y que no podemos desatenderla en ninguno de sus signos, por muy puntuales, insignificantes o deslocalizados que parezcan. Que debemos considerar esta vulnerabilidad con la agudeza y la ambición diagnóstica de un escáner. Conocer al detalle donde están los tejidos más frágiles, más permeables a la intolerancia; los virus más feroces contra la convivencia democrática; los argumentos más tóxicos contra un futuro social de pluralidad y respeto asumidos, convencidos.

Aparecido el 1 de agosto en la edicion vasca de 'El País'.

Francia ha homenajeado estos días a Aimé Césaire, el admirable escritor martiniqués al que le debo reflexiones estéticas y posiciones morales que no dejan de servirme de guía. Como cuando dice en Retorno a mi país natal: "Sobre todo, cuidado con asumir, incluso de pensamiento, la actitud estéril del espectador, ya que la vida no es un espectáculo, un mar de penas no es un proscenio, un ser humano que gime no es un oso danzante". Creo que estas palabras encierran un mensaje y una alerta que valen para cualquiera o que nos conciernen a todos, pero que se dirigen de manera muy especial a los artistas y creadores y difusores de imágenes y de representaciones de la realidad y la experiencia humanas.

Aimé Cesaire nos pone en la vía de una interrogación moral esencial: ¿cómo hay que representar el sufrimiento de otro? ¿Cómo hay que decirlo y mostrarlo para que del otro lado de la mirada no haya un espectador desactivado, sino un interlocutor crítico, es decir, conmocionado y conmovido? ¿Cómo hay que representar el dolor humano para que no se vuelva, ni un milímetro ni un segundo, un objeto, un producto, una obra para ser mirada o admirada, para que ese sufrimiento no sea en ningún caso ni espectacular ni estético? Y llevo mi interrogación a imágenes como la que acaba de ganar el premio internacional de la prensa: la de la joven afgana a la que su marido ha dejado sin orejas ni nariz. ¿No contiene esa fotografía, como de posado, una representación estilizada, estetizada del drama de esa joven? ¿No nos vuelve así meros espectadores de su dolor? Comprendo la importancia de denunciar ese tipo de agresiones, pero no acabo de conformarme con esa forma reposada, armónica, de hacerlo.

Y no me conformo, desde luego, con el tratamiento que está recibiendo estos días el caso del joven que (presuntamente) ha asesinado a su novia embarazada y luego ha trasmitido las imágenes de la muerta, a su familia, vía internet. El que se esté hablando de él y no de ella, el que la noticia la constituya más el acto de usar la webcam que el de matar brutalmente ilustra el mundo en que vivimos. Un mundo donde ya se confunden las sensaciones con los sensacionalismos; donde el entretenimiento se defiende como si fuera un valor, o donde la distracción se coloca a la altura de la comprensión.

Me indigna la muerte de esa joven y me escalofría. Y naturalmente el gesto -me refiero al estrangulamiento- de su asesino. Pero también me indigna y me horroriza el tratamiento que se le está dando al asunto de la webcam; el protagonismo mediático que está adquiriendo no el acto primero, el de asesinar, sino el segundo, el de retransmitir por Internet la infamia. Un protagonismo que invita a la sociedad a entretenerse con el espectáculo (y con su autor de paso), con la novedad, con la "gracia" macabra del caso, que la incita a fijar los ojos en ese número de osos danzantes mientras el crimen se deja sin mirar. Se queda sin mirar de cerca.

Artículo aparecido el 11 de abril de 2011 en la edición vasca de El País.

Lo bueno de los comunicados de ETA es que aquel que los escribe no puede al mismo tiempo amartillar el arma. Eso que salimos ganando. La literatura, incluso la aburrida literatura política, comporta ventajas colaterales en el vertedero de la historia. Bien es cierto que escribir, en sí mismo, tampoco garantiza un futuro con violines como música de fondo: la memoria del mundo está llena de escritores que han alentado, impulsado o justificado la violencia. La historia está llena de perros que dieron lustre a causas imposibles; la historia está llena de equivocaciones literarias, de catástrofes morales, de rimadores orgánicos, de bardos que corrigieron la sintaxis de ciertos asesinos, mientras lamentaban que su pluma machadiana no valiera tanto como la pistola del otro.

Pero además de los intelectuales (cuya ofuscación da pena, a lo largo de la historia) también los profesionales de la política, en especial los megalómanos, encuentran tiempo para poner sus hazañas por escrito. Hitler escribió poco, pero su solitario mamotreto fue un best-seller en la Alemania de los treinta. A Franco se le atribuye el guión de la película emblemática del régimen de Franco (¿quién podría haberlo hecho mejor?). Con las obras de Stalin sería posible, qué sé yo, forrar de libros el gaztetxe. Los dirigentes comunistas escribieron tanto que hay serias sospechas de que realmente no escribieron nada. Se dice que las obras completas de Ceaucescu superan en tamaño a las de Stalin. Falta en la teoría marxista una reflexión sobre la plusvalía aplicada al negro literario.

Pero nos hemos distraído: estábamos con el comunicado. El cambio en la vanguardia del MLNV (¿aún se dice MLNV?) reconforta: ETA escribe y no dispara. Siquiera sea por eso, deberíamos prestar atención a sus escritos. Es como a los niños o a los tontos: se les da la razón para que no den guerra. Por eso el Conflicto, el célebre Conflicto, ha parido a uno y otro lado infinidad de profesionales de la cosa: escritores, escribanos, escribidores, escritorzuelos. Un puré lingüístico cocinado por un ejército de escribas que nada saben de la intrínseca honradez de las palabras: catetos del lenguaje, palurdos del artículo y del comunicado.

La lengua siempre ha sido arma política. La izquierda revolucionaria de los años setenta, a la que ETA tanto debe, hizo de la manipulación del lenguaje una forma de lucha. Toda mutación del lenguaje comporta una mutación del pensamiento. Pero nuestros revolucionarios faltaron ese día al cursillo. En las imágenes difundidas esta semana, Arkaitz Goikoetxea explicaba al juez lo que iba a hacerle a un concejal socialista: "secuestrar y ejecutar".

Pero, vamos a ver, ¿secuestrar? Eso suena demasiado delictivo. El eufemismo correcto habría sido "detener". Primero "detener" y luego "ejecutar". Así se altera la realidad. Así se maquillan las conciencias.

Artículo de Pedro Ugarte aparecido hoy en El País.

Bélgica acaba de batir el récord de permanencia sin gobierno (no lo tiene desde el 13 de junio de 2010). El que el país, lejos de sumirse en el caos en estos meses, pueda seguir su vida normalmente ha multiplicado los pretextos para el chiste de mayor o menor envergadura, la descalificación populista - digamos que a la sátira y a la demagogia el asunto se lo está poniendo fácil- e incluso para "celebraciones" como la que supondría la pretendida inclusión del hecho en un libro de récords. Pero considerado desde un punto de vista eminentemente político y el contexto actual de Europa, me parece que el asunto deja poco margen para la distracción o la broma. Que suscita, por el contrario, interrogaciones muy graves y urgidas de respuesta sobre la responsabilidad que se reconocen o asumen - en ese o en cualquier otro país- los dirigentes políticos, y sobre el alcance de la representatividad que ahora mismo les conceden sus ciudadanos.

Hace unas semanas se celebraron en Francia unas elecciones cantonales que también han incorporado un récord: el de una abstención del 54%. Se ha tratado de restar importancia a esa escasísima participación, restándosela a las elecciones mismas, presentándolas como una cita electoral menor. Pero cuando se trata de cargos electos, es decir, sujetos al voto ciudadano, ¿puede hablarse de elecciones mayores o menores? ¿Puede jerarquizarse la importancia del voto? ¿No plantea, de nuevo, esa impresionante abstención una alerta máxima sobre el alcance de la representatividad que los ciudadanos reconocen, ahora mismo, a sus clases dirigentes?

Hace muy poco también, la inmensa mayoría de los diputados del Parlamento europeo votó en contra de una propuesta que pretendía que viajaran, en el caso de vuelos inferiores a cuatro horas, en clase turista en lugar de preferente. El escándalo que suscitó su negativa empujó a algunos eurodiputados a rectificar después retóricamente, quiero decir, de palabra. ¿Pero no es su voto inicial, su actitud primera, un signo más o uno de los tantos indicadores de la fisura, del abismo que se ha abierto en nuestras sociedades entre las élites dirigentes y la ciudadanía de a pie (de a metro, autobús, tren de cercanías sin preferencias), entre la realidad de unos y la de los otros? ¿No hay que representarse esa fisura como una falla geológica en la base de la democracia representativa, una falla con capacidad para provocarle en cualquier momento un seísmo devastador?

Creo que se trata de cuestiones fundamentales, que deberían ser prioritarias en el contexto político actual. Y por eso ahora que estamos aquí en el umbral de una campaña electoral, no puedo sino aspirar a que el debate las atienda. A que se centre en el sentido y el valor de la representación pública, en las responsabilidades y compromisos firmes que exige, en las refundaciones de credibilidad y confianza que precisa. A que se hable en fin o verdaderamente de democracia y de política.

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.