Colaboraciones en prensa

Artílculo de Pedro Ugarte aparecido hoy en El País:

"Andan socialistas y populares tirándose los trastos a la cabeza, a cuenta del evanescente concepto de inducción a la violencia, eso que otros llaman autoría intelectual. La polémica surge cuando un tipo asesina en Tucson a seis personas y hiere gravemente a la congresista demócrata Giffords. En Estados Unidos, pero también aquí, se extiende una gaseosa imputación, señalando la telepática autoría del movimiento conservador Tea Party y de su rostro más conocido, Sarah Palin. La derecha americana, por algún conducto paranormal, se convierte en responsable de esa acción terrorista. A los pocos días el Partido Popular encuentra un oportuno contrapunto: la paliza que propinan unos tipos de ultraizquierda a Pedro Alberto Cruz, consejero de Cultura de Murcia. Los populares emprenden la revancha, una revancha estúpida e injusta, porque imputar al socialismo democrático que favoreciera ese atentado ni siquiera es verosímil, entra de lleno en el campo de la calumnia.

Habría que tomar ejemplo de la exquisita prudencia con que operan la prensa y los partidos cuando en Egipto, Irak o Nigeria mueren de un bombazo dos o tres docenas de cristianos. Ahí el personal se muestra cauto, ponderado, escrupuloso, y señala que bajo ningún concepto debe hacerse a nadie responsable moral de esas acciones y que la islamofobia es un hábito aún más pernicioso (si cabe) que el tabaco. Ojalá ese criterio, tan frecuente cuando caen cristianos como moscas, también lo apliquen nuestros políticos cuando se trata de víctimas, cercanas o remotas, que les importan algo más.

La discoteca del magnate italiano Flavio Briatore en Ponte Cervo, una de las zonas más exclusivas de Europa, se llama Billonaire (ahí es nada) y de ella seis niñatos rusos huyeron hace poco sin pagar los 86.000 euros en champán que se habían bebido en esa noche. Nadie duda de la legendaria capacidad de ingesta de los rusos, pero la anécdota describe el nivel de Ponte Cervo, lugar donde dudo que lleve a mi mujer en nuestro próximo aniversario. Imagino la vida en Ponte Cervo, Montecarlo, Estoril o Puerto Banús, y comprendo que el mundo es radicalmente injusto. Leo sobre la vida de esa gente y me siento completamente indignado. A eso nos lleva el capitalismo, la codicia de los poderosos. Cada vez son menos los opresores y más los oprimidos. Cada vez los ricos son más ricos mientras que aumentan las masas de los desheredados.

Yo leo sobre los ricachones desde la terracita de mi casa de verano en La Rioja. Es un piso en una urbanización pequeña, con garajes, trasteros, zona verde y piscina. Algo muy distinto al lujo de los billonarios de Briatore. Hago un repaso sociológico de las parejas que frecuentamos este infierno: el comercial que vende envases y su mujer que está en el paro; el empleado de la empresa de ascensores y su mujer que es dependienta; el ertzaina y su mujer que es señora de la limpieza; en fin, el abogado, el albañil, el gruista... Por mi parte, llevo años rezando por que el sueldo de mi mujer alcance a un mileurista, lo cual necesitaría actualizar ya el IPC de los próximos cien años.

Desde mi terraza, mientras tomo un vermú con gotas de angostura, mientras oigo los chillidos de los niños que juegan en la piscina, y la charla de las señoras maduras, que toman el sol con los tirantes del bikini desatados, pienso en la insultante vida de los ricos. Flavio Briatore, Porto Cervo, los yates, los fastos, las fiestas, las orgías, un hedonismo tan obsceno que casi, casi, podría compararse al de los sacerdotes papistas, instalados (dice la prensa avanzada) en un orgasmo permanente de placer, de poder y de riqueza. Sí, dan asco tantas desigualdades. Y mientras tanto nosotros aquí, trabajadores oprimidos de la Tierra. De pronto pienso que los filósofos de tercera hablan mucho de la codicia, pero nada dicen de la envidia. Será porque no existe.

Mi indignación se acrecienta ante las fotos de esos asquerosos millonarios. Briatore: qué cara de no haber pasado hambre. Y nosotros penando, padeciendo, sufriendo, en pueblos mesetarios de clima cálido y vino generoso, o en las mismas fiestas de Bilbao donde, en fin, la gente agoniza. Cierro el periódico con el gesto de violencia y tosquedad de un indignado. Oprimidos de la Tierra, víctimas de esos privilegiados que gastan miles de euros cada noche en Porte Cervo. Me siento rebelde y clamo por que al fin haya justicia. Esta tarde tenemos, a orillas del Oja, barbacoa.

Artículo aparecido el 27 de agosto en El País.

Breivik, el energúmeno que acaba de asesinar a casi ochenta personas, ha conmocionado la vida de un país como Noruega, poco acostumbrado a la violencia común y nada a la violencia política. Y conmociona aún más la imprecisión de lo que hay tras su demencia. Se han vertido explicaciones de orden ideológico, pero resultan pintorescas. Al parecer, el tipo es islamófobo, cristiano, aunque en las fotos aparece vestido de masón, ultraderechista y admirador de un héroe noruego que luchó contra los nazis. Todo esto remite a un ideario pasado por la túrmix. A pesar de tanta confusión, resucita la polémica sobre la libertad de expresión, y el debate de si existen ideas intolerables, cuya manifestación debería estar prohibida.

Las ideas de ultraderecha no deben ser prohibidas por mucho que sostengan ideológicamente a ciertos asesinos. Presiento que el enunciado ya está moviendo a escándalo. A riesgo de ser antipático, lo creo firmemente. Las ideas, per se, no deben ser proscritas. Una idea puede ser criticada, rebatida o ridiculizada. Una idea, por despreciable, puede ser despreciada, pero una idea no debe ser prohibida. Lo que debería mover a escándalo es otra cosa: que un tipo como Breivik, tras haber asesinado a ochenta jóvenes, va a acabar, en vez de recluido en la cárcel, residiendo en un apartotel con duchas individuales, instalaciones deportivas y biblioteca, y que dentro de 21 años estará cenando en cualquier restaurante de Oslo. Eso sí debería mover a escándalo: la horrenda confusión entre el buenismo penitenciario y la verdadera justicia (Y aún así, las ideas buenistas no deben ser prohibidas).

Hay que perseguir todos los delitos penalmente, pero ni una sola idea. Por esa razón algunos estuvimos en contra de la ilegalización de la izquierda abertzale, aún sabiendo que ochocientos asesinatos e infinidad de otros delitos se inspiraban en su depravada ideología. La sociedad moderna, en aras a la corrección política, quiere resucitar, bajo parámetros laicos, el delito de blasfemia, y eso es contrario a la democracia y la libertad.

Pero es que además, en este ámbito, algunos de los que se consideran más íntegros resultan ser escandalosamente incoherentes. En terrorismo, junto a los modelos islámico, abertzale o ultraderechista, también existe el ultraizquierdista. Al margen de los regímenes del socialismo real, la sanguinaria acción de la banda Baader Meinhoff, las Brigadas Rojas, el Grapo o el Ejército Rojo Japonés supuso el asesinato de varios cientos de personas. Sin embargo, ello de ningún modo puede suponer la prohibición de las ideas comunistas. Las ideas comunistas no deben ser prohibidas. Y sé que esta afirmación, a pesar de su dureza, es consecuente con las antecedentes, porque no quiero pensar que, con relación al asesinato por razones políticas, la mentalidad reinante maneje diversas varas de medir...

Artículo aparecido el 30 de julio en El País.

Se acaba de aprobar en el Congreso, y por unanimidad, la Ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición que impide que determinados productos, cargados de grasas saturadas, sal o azúcares, se vendan en centros escolares. Esta ley responde a la necesidad urgente de frenar el sobrepeso y la obesidad infantiles que están alcanzando en nuestro país proporciones de epidemia (casi uno de cada cuatro niños las padece) con las nefastas consecuencias que ello implica no sólo en términos de gasto social -ningún sistema de salud puede permitirse semejante oleada de pacientes crónicos desde la más tierna infancia-, sino y sobre todo en términos de felicidad social. Ninguna sociedad digna de ese nombre puede aceptar "producir" en su seno niños para los que el cuerpo se vuelve en el sentido más literal un fardo, y una fuente de preocupación y sufrimiento. Los adultos sabemos de sobra lo que significa avanzar hacia el envejecimiento y sus dolencias; produce por ello horror y escándalo imaginar que los más pequeños puedan llegar allí antes de la hora, sin haber disfrutado largamente de esa maravillosa indiferencia o irrelevancia de los límites físicos que supone la juventud, y que la escritora argentina Marta Lynch resumía así de bien: "Magnífico cuerpo animal que funciona okey".

Y diría que ninguna cultura, digna de ese estatuto, debería permitirse cegueras y contradicciones intergeneracionales como la que consiste en sofisticar por arriba, para los adultos, la sensibilidad gastronómica -vivimos en un país iluminado de estrellas Michelin, por ejemplo, o donde proliferan las tiendas de delicatessen, las escuelas del gusto, los productos de autor-, sofisticar y refinar por arriba la sensibilidad gastronómica, mientras por abajo, los niños se vuelven adictos, esclavos de la comida basura. Es decir, mientras se les cierran las puertas para disfrutar en su momento de aquello que en la sociedad en la que viven es fuente de placer, de debate cultural, de atractivo turístico, de riqueza. Tenemos en este momento a los jóvenes en la calle porque sienten que se ha abierto entre ellos y los adultos un foso. No enseñar a los niños a comer es otra forma de añadirle a esa brecha metros de ancho y de hondo.

Bienvenida entonces esta ley. Y también, en una línea entiendo que parecida, la decisión de la Academia de Cine de impedir que los menores de 16 años opten a los premios Goya. Creo que evitar que actores y actrices entren desde niños en competición es una manera de defender su "salud", de permitirles que gocen de ese alimento puro, de esa pura delicia que consiste en hacer las cosas porque sí, por afición, por pasión, por amor al (en este caso séptimo) arte. En una hermosa canción de las que un día se llamaron, estimulantemente, de protesta Mercedes Sosa decía: "Es honra de los hombres proteger lo que crece". Estoy convencida; y creo que la Academia de Cine se honra y se prestigia con esta decisión.

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.

Visitó San Sebastián hace unos días Sofiène Ben Haj, joven bloguero y ciberactivista tunecino, para participar en una conferencia sobre el papel de las redes sociales en los recientes cambios políticos de ese país. Después de la charla, se abrió con el público uno de los diálogos más intensos que recuerdo en este tipo de eventos, en el transcurso del cual alguien, para preguntar sobre el porvenir democrático de Túnez, cuestionó que aquí viviéramos en una democracia. Sofiène Ben Haj le respondió que si de verdad consideraba que en este país no había democracia era porque seguramente había olvidado lo que significa una dictadura y le animó entonces a instalarse en cualquiera de los países sometidos aún a regímenes dictatoriales y a hacer allí las comparaciones de rigor.

Creo que con sus palabras este joven tunecino nos invitó oportunamente a dos ejercicios fundamentales. El segundo, a no frivolizar con ciertos temas, a alejarnos de las retóricas críticas "de salón", realizadas a cubierto y lejos de las auténticas intemperies. El primero, a valorar la democracia que tenemos. Y creo que valorar nuestra democracia no significa abstenerse de considerarla mejorable. Todas lo son en mayor o menor medida, entre otras razones porque la democracia es un ideal por colmar; de ahí que la calidad democrática se mida por cercanía con esa meta y por la convicción con la que hacia ella se avanza. Valorar la democracia no significa pues abstenerse de verla perfectible, sino al contrario, empeñarse en su perfección. Es decir, colocarla en una lógica crítica no de negación, sino de exigencia.

Y por eso creo que el lehendakari acierta cuando descarta pactos con Bildu sobre la base de la exigencia, o hasta que esa coalición afiance su determinación democrática -pidiendo, por ejemplo, la disolución de ETA-, avance en la confianza ciudadana. Creo que lo mínimo que se les puede pedir a quienes durante decenios han mantenido vínculos con los terroristas es que el estatuto de interlocutores válidos o de partenaires homologables en el juego de las coaliciones y los pactos políticos, que esa condición se la ganen no por KO de lo pasado -en un puro y verbal pasar de página-, sino por puntos. Punto a punto, o paso a paso, o gesto a gesto de compromiso palpable con el presente de la sociedad vasca, y con las instituciones y los argumentos de la democracia.

Esa exigencia del lehendakari le ha parecido lógica al presidente del PNV, pero no por las razones que cabría esperar. "Lógico", ha declarado; "está obligado a pactar con el PP". Lo que me hace pensar, ya que estamos en la exigencia democrática, que los ciudadanos no sólo podemos, sino debemos, exigirles a nuestros políticos que no reboten tanto sus responsabilidades; quiero decir, que nos propongan menos valoraciones subjetivas y en abstracto de lo que hacen los demás, y más exposiciones concretas de lo que ellos mismos, en este caso de Bildu o en otros, van a hacer.

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.