Colaboraciones en prensa

La amistad de Goethe y Schiller representa, dentro de la cultura alemana, un acontecimiento de carácter simbólico. Por su significado y sus repercusiones rebasa la mera relación afortunada entre dos inteligencias excepcionales que supieron congeniar. Supuso, por decirlo con el lenguaje de la época, un encuentro productivo entre dos espíritus francos de rivalidad y de envidia, que se fecundaron mutuamente. Quizá el vocablo amistad designe de manera insuficiente algo de mayor alcance que abarcaría, junto a los coloquios de alto rumbo, la colaboración y el debate, el afecto compartido por dos seres de temperamentos harto disímiles. Bienaventurado el escritor que no está solo con los frutos frecuentemente defectuosos de su inventiva; que tiene quien se los juzgue en privado, sin pelos en la lengua, cuando aún hay tiempo de mejorarlos mediante la sugerencia de rectificaciones y cambios; un cómplice que es, además, la otra parte de un abrazo.

Aparecido el 16 de septiembre en El Cultural.

Con motivo de la polémica causada por Fernando Aramburu tras una entervista en El País, el escritor vasco publica hoy una 'Carta a los escritores vascos' en el propio diario. Os la paso:

"Tengo una convicción: la de que, con contadas excepciones, los escritores, intelectuales y, en fin, las personas que en Euskadi ejercen el oficio de expresarse en público no han, no hemos, estado a la altura de nuestra historia reciente. El otro día, en Guadalajara (México), no supe transmitir esto ni con ecuanimidad ni con templanza y he ofendido, por lo que desearía puntualizar y disculparme. Se conoce que todavía me turba la enorme pena que durante años he sentido al ver sufrir a gente conocida y desconocida a mi lado. Razonar con objetividad en tales circunstancias es difícil, pero acaso resulte más útil a los ciudadanos el error de quien dice lo que piensa (y además está dispuesto a reconocer que se equivoca) que el silencio de costumbre.

Ninguna mano ajena pulsa las teclas de mi ordenador. Yo me expreso a título personal. No opino al servicio de los intereses de partidos, instituciones o grupos de poder. Soy escritor, me preguntan, respondo. Ni siquiera resido en España. Podría consagrarme con total comodidad al ejercicio diario de la indiferencia; pero no puedo y no quiero por cuanto, a pesar de la lejanía geográfica, me reclaman intensamente el rechazo del terrorismo y la compasión con las víctimas.

Las palabras difundidas en la prensa días atrás junto a mi nombre no son directamente mías, sino resultado de la transcripción, el resumen y el corta y pega del periodista de turno. Ya solo el titular que se me atribuye tira de espaldas. "Los escritores vascos", dice sin matizaciones. Ni siquiera "algunos" o, estirando la goma, "numerosos". Y a continuación un reproche que en realidad iba en otro lugar de mi reflexión.

Así y todo, reconozco que hablé sin humildad. Pido por ello perdón. No me sirve de excusa alegar que el coloquio transcurría por cauces humorísticos ni que la ocasión del mismo era la entrega de un premio literario, con todo lo que esto conlleva de desenfado cuando no se desea incurrir en maneras ceremoniosas o solemnes.

Cayó de pronto, en un ambiente de sonrisas, la pregunta. Dicha pregunta presuponía una tesis: la de que los escritores (entiéndase los novelistas) en lengua vasca han tratado poco el tema de ETA. Comparto dicha tesis a medias. Hay una balda en mi biblioteca bastante poblada de novelas escritas por autores euskaldunes que tocan de frente la cuestión, algunas con dedicatoria afectuosa. También hay otras en las que la cuestión del terrorismo se aborda de forma lateral, con abundancia de subterfugios, en pasajes sueltos y como de puntillas para no molestar.

La razón es el miedo en unos, la complicidad con los causantes de dicho miedo en otros. Que el miedo estaba justificado queda fuera de toda duda. Que el miedo es incompatible con la libertad, también. En Euskadi han muerto a tiros ciudadanos que opinaban por escrito en los periódicos. Otros recibieron un paquete-bomba. Particularmente habituales eran las llamadas telefónicas con intención amenazante. En Euskadi ha sido frecuente ver periodistas y profesores de universidad con escolta. En mi ciudad, la librería Lagun fue repetidamente atacada. El final del cantante Imanol parte el alma de los hombres de buena fe. No es fácil olvidar las notables ausencias, los sonoros silencios, del gremio literario durante los actos de apoyo a los periodistas, libreros y demás representantes culturales atacados.

Y, sin embargo, no se deduce de ello por fuerza que los escritores ausentes fueran insolidarios o se mostraran impasibles ante el dolor ajeno. Me faltan dedos en las manos para contar las ocasiones en que he escuchado, durante la conversación privada, en voz baja, a escritores euskaldunes reprobar la violencia que no reprobaban en público. Me consta que otros han dejado de colaborar en periódicos no nacionalistas o han declinado invitaciones a colaborar en los mismos por presiones de eso que ha dado en llamarse el mundo abertzale. Claro que nada de esto o muy poco trasciende a la realidad oficial, pero a nada que uno dé un paseo por la zona se tropieza más pronto que tarde con la triste verdad.

Llamativo es el número de novelas en lengua vasca cuyas tramas se sitúan en ciudades y países lejanos. Por supuesto que el escritor es o debe ser libre para elegir sus personajes, sus marcos narrativos y lo que se le antoje. Es, además, admirable que el euskera viaje literariamente por el mundo en vez de limitarse al canto costumbrista. Pero cuando un dato abunda constituye una característica y es entonces inevitable tenerlo en cuenta en el diagnóstico.

Un escritor vasco en lengua española tiene más fácil la escapatoria por cuanto puede desarrollar una carrera editorial fuera de Euskadi. Un escritor euskaldún, no, y esto yo no lo supe explicar el otro día cuando mencioné subvenciones, ortodoxias, disimulos y demás procedimientos humanos, demasiado humanos, de supervivencia. Por lo visto pisé un hormiguero. Aunque desde entonces me han llovido algunos insultos, me daría con un canto en los dientes si después de mi intervención temperamental ocurriera el milagro: que las zonas de silencio en Euskadi empezaran a vaciarse de escritores y hubiera un intercambio de pareceres, quizá un debate con las debidas formas de cortesía. Nada de esto quita para reconocer que la semana pasada me equivoqué y que lo siento.

Cada vez está más claro que el discurso con el que la izquierda abertzale quiere arrancar, en este periodo postETA, es el de la equivalencia, según el cual en Euskadi ha habido en estos años un conflicto armado cuyas responsabilidades y consecuencias se equilibran, por ello, entre los dos bandos enfrentados.Y sabemos también que esa —a mi juicio, inaceptable— versión de lo sucedido está, y probablemente siga, contando con el apoyo del PNV de Iñigo Urkullu, como se puede deducir de su reciente afirmación de que el lehendakari es un "exponente" de ese conflicto político vasco, palabras éstas que considero injustas y además, temerariamente antidemocráticas.

No sé lo que cree que puede ganar el líder nacionalista desacreditando de este modo las instituciones y la legitimidad de las mayorías parlamentarias; a mí me parece que muy poco, sobre todo cuando lo comparo con lo que puede perder, con lo que podemos perder todos con semejantes enunciados. Lo que puede perder su partido —cualquier partido político—, nuestra sociedad, y el afianzamiento presente y futuro de la democracia en Euskadi. Porque sembrar el descrédito y el irrespeto en la estructura institucional y en los mecanismos del juego democrático es fragilizar la democracia, abrirle flancos de vulnerabilidad frente a los ataques de las intolerancias, las demagogias, los populismos.

Es, además, y si se me permite la expresión, echar leña al fuego de por sí arrasador de la cultura antidemocrática que ha nacido y crecido, al amparo de la violencia terrorista, en amplios sectores de nuestra sociedad y de nuestra juventud. ¿Olvida el señor Urkullu que un tercio de nuestros jóvenes o legitima la violencia o se muestra frente a ella indiferente? ¿No cree el máximo dirigente del PNV que ese dato compromete muy seriamente no sólo el avance y la consolidación de esta nueva etapa postETA, sino el futuro de nuestra convivencia? ¿No lo considera, por utilizar una expresión muy acorde con los tiempos, una hipoteca para nuestra democracia, que puede conducirnos a más de una forma de desahucio cívico? Insisto en considerar que esta postura del líder nacionalista supone, en un momento tan crucial como el que vivimos, una ruina para la vida y el debate políticos en nuestro país —cuya base no puede situarse en la desconsideración o la deslegitimación institucional— y una temeridad.

En este panorama de equivalencias, pretendidas por la izquierda abertzale y alentadas según se ve por el PNV, parece más esencial que nunca reconocer y afianzar los terrenos de la diferencia, los planos de la distinción. Constituir con la precisión de un auténtico mapa de ruta, una cartografía de lo incomparable. Una cartografía en relieve de lo que, en lo sucedido en Euskadi en estos años, no puede ni debe en modo alguno compararse. No merece, ni histórica ni política ni social ni moralmente, ser comparado.

Artículo aparecido en El País el 7 de noviembre.

Dante puso a las puertas de su Infierno un cartel que invitaba a perder la esperanza. Y precisamente un infierno describió el jueves en San Sebastián, durante una conferencia, Godelieve Mukasarasi, responsable de SEVOTA, una organización que se ocupa en Ruanda de las mujeres que, durante el genocidio que asoló ese país, fueron víctimas de violaciones y agresiones sexuales. No reproduciré aquí los pormenores del tormento que esas mujeres padecieron -sus testimonios recogidos en un video merecen difundirse a través de los medios de comunicación e incluirse en nuestros programas educativos-, sólo las marcas que las agresiones dejaron en ellas: mutilaciones, enfermedades (la mayoría fueron infectadas con el VIH), traumas psíquicos, estigmas sociales, y la abrumadora realidad que suponen los hijos nacidos de aquellas violaciones y que hoy, además, nadie quiere "socializar", que son rechazados en sus comunidades como "portadores de desgracia" o "hijos del odio".

Dante invitaba a perder cualquier forma de esperanza porque lo propio de aquel infierno era durar eternamente. El mismo día en que Godelieve Mukasarasi presentaba su ponencia, se publicaba que el fiscal de la Corte Penal Internacional de La Haya acusa a Gadafi de ordenar violaciones en masa de mujeres y de haber distribuido entre sus tropas medicinas similares al Viagra para fomentar esas agresiones sexuales. Ambos sucesos son en sí mismos y por separado espeluznantes. Pero juntos, unidos en esa coincidencia, resultan todavía más brutales, porque expresan la "eternidad" que afecta a la violencia contra las mujeres, una violencia que no sólo se produce sin cesar, sino que lo hace con una infernal identidad en los términos.

A pesar de que el voluntarismo de muchos discursos dibuja la lucha contra los crímenes de género como una línea recta, como una progresión que va dejando atrás lo peor, la realidad es que la figura que estos crímenes componen se parece más a la de un círculo donde los avances y los retrocesos giran juntos, o lo que es lo mismo, donde los retrocesos se sitúan también por delante. En el terreno del sexismo, de la violencia contra las mujeres no vamos aquí a mejor. No indican que vayamos a mejor ni las estadísticas anuales de asesinatos, ni las que señalan que un tercio de las víctimas y de los verdugos de género son jóvenes. Ni el que nuestra sociedad siga manteniendo en este asunto una postura desapegada, indiferente, cuando no tolerante: a pesar de las decenas de muertas cada año, sólo un 3% de los españoles considera que la violencia de género es un problema social grave. Esta cifra estremece por sí sola, pero unida a otras, al 1,9% que considera que la violencia machista es aceptable en algunas circunstancias, al 5,9% que ve aceptables las agresiones si tienen lugar en una separación en que el hombre es abandonado por la mujer, unida a otras esa cifra dice más: dibuja con más precisión el círculo y el infierno.

Artículo aparecido en El País.

"Coja un círculo —escribió Ionesco—, acarícielo, y se convertirá en un círculo vicioso". Creo que la imagen de un círculo girando siempre alrededor del mismo eje o tema representa muy bien la realidad y/o las inclinaciones de nuestro debate público. Y por eso me parece tan oportuno aquí Ionesco, cuyo corrosivo humor pone el dedo en la llaga de las "caricias" de cada cual, esto eso, de cómo se contribuye a la instalación de circularidades viciadas.

Después de cincuenta años de terrorismo —que se escribe pronto pero significan innumerables tragedias o pérdidas: personales y sociales, materiales y morales, económicas y creativas— después de cincuenta años de terrorismo ¿no tendría que ser nuestro debate público ambicioso y ancho?, ¿que orientarse en múltiples vías y sentidos; que componer una imagen lo más contraria posible a la de un círculo encerrado en sí mismo? ¿No tendría que reflejar por la libertad de sus planteamientos, la libertad por fin recuperada? Yo creo que sí, que en este momento excepcional nuestro debate público-político tendría que estar ocupado en una pluralidad de análisis e interrogaciones fundamentales: cómo ha afectado, por ejemplo, el terrorismo al tejido social y de convivencia; o a nociones tan básicas del ejercicio democrático como la libertad y/o naturalidad de expresión o la ocupación del espacio público. O cómo se deshace una sociedad del miedo y sus retraimientos; cómo recupera espacios de desenvoltura y confianza.

O en cómo devolver al respeto por las reglas del juego democrático a quienes las han desafiado durante tanto tiempo (basta con ver la colocación extralimitada de la propaganda en apoyo de Amaiur durante las pasadas elecciones para medir la tarea de democratización aún pendiente). Tendríamos que estar debatiendo también sobre cómo transmitir a las generaciones futuras lo sucedido, y elaborando para ello, abiertamente, materiales didácticos. Y buscando mecanismos para recuperar todo el talento perdido o deslocalizado en estos años. Y para alentar la investigación histórica y la creación artística. Y naturalmente tendría que estar ocupado nuestro debate público en determinar cuáles son las formas que debe adoptar el reconocimiento a las víctimas del terrorismo: el de la sociedad vasca como conjunto; pero también y sobre todo el que deben asumir los victimarios y quienes les han apoyado durante decenios.

Y sin embargo de todo lo anterior se habla poco o nada. De lo que sí se habla y en extenso es de los derechos de los presos. Tras cincuenta años de terrorismo, la situación penitenciara de los terroristas es lo que centra ahora el discurso público, mientras otras muchas cuestiones esenciales no se abordan. No puedo dejar de lamentarlo; y que este debate monotemático reciba caricias de casi todas partes y se esté convirtiendo así, en un momento en que lo que se necesitan son aperturas intelectuales y refundaciones morales, en un cerrado círculo vicioso.

Artículo aparecido en 16 de enero en El País.