Colaboraciones en prensa

Con motivo de la celebración, el pasado 18 de junio, del Día E, la fiesta del español, el Instituto Cervantes organizó una votación para determinar cuál era su palabra más bonita. La mayoría de los más de 30.000 participantes se decantó por Querétaro, un vocablo sonoro, hay que reconocerlo, pero cuyo sentido -sabemos ahora que se trata del nombre de una ciudad mexicana- prácticamente todo el mundo desconocía. Que la representación de la belleza de una lengua recaiga en una palabra que la gente no sabe lo que quiere decir, tiene en mi opinión el valor de un síntoma o de un signo que no merecen descuidarse. O que merecen interpretarse desde más de un ángulo.

Tomándose las cosas a la tremenda, podría entenderse que esta elección "a ciegas" es la metáfora triste pero certera de la pérdida de competencia lingüística que se observa desde hace tiempo en la sociedad, sobre todo entre las generaciones más jóvenes. Y que es natural que pueda triunfar una palabra desconocida, porque el "sin sentido" lingüístico se ha vuelto una práctica corriente, porque nos estamos acostumbrando a que muchas palabras dejen de pertenecernos, a que desaparezcan de nuestras vidas, de nuestra capacidad de pensamiento, comunicación, expresión íntima y social. El triunfo de Querétaro sería, entonces, como una fotografía en tiempo real de la desertización que avanza sobre el terreno del lenguaje, agrietándolo.

Pero hay desde luego otras posibilidades interpretativas, desde las que el asunto puede tomarse con más optimismo y alegría. Como se lo han tomado, a juzgar por sus intervenciones públicas, los organizadores del concurso. Cabe pensar que han visto en la victoria de esta palabra misteriosa la señal no de una muerte sino de una vida para nuestra lengua. El ejemplo perfecto de una ganancia, de una incorporación. Y es verdad que antes (casi) nadie sabía lo que significaba Querétaro y ahora sabemos incluso que en esa ciudad mexicana la selección española de fútbol ganó hace años un partido de Mundial, y además por goleada.

Yo participo un poco de los dos sentimientos. Veo luces en la elección de Querétaro: la sabemos ahora y antes la ignorábamos; aprecio también su condición mestiza, en ella resuenan otras lenguas, es decir, esa maravillosa facilidad de los idiomas para juntarse y procrearse, y que quieren hacernos olvidar o despreciar los constructores de murallas lingüísticas, los especialistas de la segregación verbal, que tanto y de tan primera mano conocemos, por ejemplo, en Euskadi. Veo las luces de esa elección, pero también muchas sombras. No puede dejar de inquietarme el hecho de que triunfe lo que no se entiende. O de que gane precisamente la palabra que la gente menos puede comprender. No creo que la noticia de ese "sin sentido" deba recibirse alegremente. La alegría no debería nunca aplicarse al hecho de que las sociedades ignoren; sólo a que sepan al detalle, al dedillo, a conciencia lo que dicen y se les dice.

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.

Artículo de Mila Beldarrain aparecido el 9 de enero en la sección de Opinión de El Correo:

Creo que muy pocos, o quizás ninguno, de nuestros gobernantes y gobernantas han experimentado la montaña de sensaciones, a cual más desagradables, que se sienten cuando, de pronto, un día cualquiera, la empresa nos comunica el siniestro «ya no te necesitamos», eufemismo cliché de uso frecuente para mandarnos a la puta calle. En ese instante, igual que dicen que ocurre cuando la Parca, la muerte, nos echa el guante, la vida, la nuestra, pasa durante un segundo por nuestras aturdidas entendederas, pero, en este caso, no se trata de la vida pasada, sino de la de por venir, que se nos manifiesta en toda su negrura.

En Sidney, un monumento recuerda la hambruna que asoló Irlanda a mediados del siglo XIX. Murieron entonces cientos de miles de personas y otras tantas tuvieron que emigrar a distintos países, entre ellos, Australia. El monumento consta de dos mesas de bronce, pegadas a ambos lados de una ancha pared. Sobre una de las mesas está colocado un plato que no tiene fondo; sobre la otra, un plato completo y una cuchara. Frente a esa mesa hay también un taburete. De un lado por lo tanto, el hambre; del otro, una representación minimalista, esencial, del acto de comer. El monumento se completa con un plano de un material transparente, como una gran ventana, sobre el que están inscritos los nombres de cuatrocientas jóvenes huérfanas irlandesas que consiguieron emigrar a Australia y allí rehacer sus vidas. Erigir un monumento al recuerdo del hambre, supongo que expresa el deseo de convertir esa miseria en pasado y al mismo tiempo de tenerla siempre presente; de mantener actualizadas la atención capaz de detectarla y la responsabilidad de combatirla. Y cuando ese monumento es, además, como en este caso, una obra artística, el deseo de representar también una forma de confianza en la cultura; en la idea de que la cultura es réplica, constante, obstinada, contra el sufrimiento.

En cualquier caso, no bastan la alerta y la responsabilidad social y política que aplicamos al hambre; no bastan las denuncias culturales. El hambre sigue matando por el mundo: en un goteo constante en muchos países, y ahora a chorros, a raudales en Somalia. Ninguna ideología, ninguna religión, ninguna manifestación cultural, ninguna expresión artística han conseguido aún impedir que haya gente en el mundo que se muera de hambre; que eso tan simple de un plato lleno se cumpla para todos, todos los días, en todas partes. Entiendo que ese fracaso brutal, monumental, debería sembrar de dudas radicales, de humildad o modestia extrema cualquier ideología, religión o poética del arte y la cultura; que eso es lo mínimo, la más básica de las aportaciones morales contra el hambre. Y, sin embargo, vivimos tiempos de lo contrario; asistimos a manifestaciones religiosas, ideológicas o culturales cada vez más arrogantes, más impermeables a la duda y la interrogación, menos proclives a la auto-exigencia y la autocrítica.

Las noticias se hacen eco estos días de los incidentes que está provocando la visita del Papa, de las confrontaciones entre jóvenes partidarios de la laicidad por un lado, y católicos por otro. No puedo evitar pensarlos, habida cuenta de la que está cayendo en el mundo, como subidos a algún tipo de escenario o como integrados en alguna forma de ficción. Ajenos a la realidad que está definitivamente en otra parte. En los muertos de hambre en Somalia, por ejemplo. Creo que la visita papal y el debate que está generando ganarían, en autenticidad y en utilidad, si incluyeran, si visibilizaran a Somalia en su recorrido.

Dice un crítico francés al hablar del estilo literario de Proust que éste no contiene nunca "frases de partida, sino de llegada", lo que creo que puede verse como un indicador de ambición estética, pero además como un signo de respeto para con lector. Y es que es de agradecer que se nos propongan frases meditadas, trabajadas, colocadas con absoluta pertinencia en su justo contexto. No me parece que sea falta de generosidad o exageración críticas considerar que buena parte de las frases que nos propone, en nuestro país, el intercambio político pertenecen a categorías de partida y no de llegada. Que se trata de enunciados que denotan menos meditación que boteprontismo, más sumisión a la lógica del oportunismo que a la de la oportunidad. Lo que hace que, a menudo, sus autores tengan que replantear lo dicho, aclararlo, modificarlo o incluso ponerle radical remedio.

Y lo que alimenta, además, infinidad de debates que son, como mínimo, improductivos y que pueden llegar a ser también tóxicos para la vida democrática. Como éste que consiste, ahora mismo, mientras la legalización de Sortu sigue aún pendiente de resolución judicial, en pronunciarse políticamente al respecto, o en intercambiar intervenciones y mensajes políticos sobre la materia que sólo pueden sembrar tensión o discordia o incluso sospecha en el ámbito de la separación de poderes y/o en el de la independencia de los tribunales. Improductividad pues -no le corresponde a lo político decidir en este caso- y además fuerte amenaza de contaminación para la democracia en la medida en que la confianza en el buen criterio y la libertad de la Justicia constituye uno de sus pilares fundamentales, por no decir la reserva más natural de sus principios.

Voy a insistir en la improductividad de ese debate y en que la considero además doble, porque mientras los políticos hablan de lo que no deben, dejan de hablar de lo que entiendo que sí deberían: de lo que pasará, de lo que harán, de las consideraciones y convicciones que defenderán el día, cercano o lejano, en que la izquierda abertzale sea legalizada. Creo que es importante abordar desde ahora mismo cuestiones como la de qué partidos consideran o están dispuestos a considerar que la legalización sería para Sortu un argumento de llegada, suficiente para que esa formación pudiera integrarse con total normalidad en la dinámica de las alianzas o los pactos políticos.

De qué partidos entienden, por el contrario, que la legalidad sería sólo una frase de partida, que para su llegada, para su incorporación a la actividad "corriente" del juego democrático, a la izquierda abertzale le quedaría mucho por hacer: todos los tramos, de pronunciamiento y evidencia, hasta la credibilidad y la legitimidad. Me inclino por esta segunda opción. En muchas democracias maduras hay partidos perfectamente legales que no representan para el resto de los agentes políticos una interlocución compartible. Al menos aún.

Artículo de Luisa Etxenike aparecido ayer en El País.

Artículo de Luisa Etxenike aparecido en El País el 14 de febrero de 2011.

"Somos lo que somos con nuestros defectos y nuestras virtudes" acaba de decir Rufi Etxeberria, portavoz de la izquierda abertzale. Y otro tanto podría decir cualquiera, porque todos tenemos defectos y virtudes, y a veces hasta virtudes nacidas de nuestros defectos y viceversa. La cuestión es si ese enunciado, perfectamente asumible en el ámbito de lo privado, resulta apropiado para lo público, como tarjeta de presentación de un proyecto político que se pretende de ruptura con lo anterior, con un pasado de vecindario (los estatutos de Sortu hablan de "vínculos de dependencia") con el terrorismo.

Durante todos estos años, el eje del debate en torno a la izquierda abertzale ha sido precisamente el de sus relaciones con ETA. Se ha insistido en esa vinculación y se comprende, pero se ha hablado muy poco de sus relaciones con la sociedad vasca, o del impacto y las consecuencias de su actitud (de esos "vínculos de dependencia" conocidos y ahora reconocidos) en nuestra sociedad. Siempre he lamentado esa ausencia de o en el debate, porque he considerado que en esa cuestión residía una de las claves políticas del presente y del futuro (ese futuro cuyo umbral parece que hemos alcanzado por fin) de Euskadi.