Colaboraciones en prensa

Entrevista a Ramiro Pinilla realizada por Francisco Javier Irazoki en El Cultural. Disfrutadla.

"Ágil y enamorado, Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923) es una leyenda literaria y humana irrenunciable, y no sólo por Verdes valles, colinas rojas (Tusquets), una de las obras mayores de la literatura española. Acaba de publicar Los cuentos (Tusquets), y aquí de nuevo este “Homero apocalíptico y zumbón” (Santos Sanz dixit) vuelve a demostrar su audacia e impertinente juventud.

Desde que en 1960 ganó el Premio Nadal y el Premio de la Crítica con la novela Las ciegas hormigas, los lectores más exigentes esperaban nuevos libros de Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923). Pero, decepcionado por la industria editorial de la época, durante décadas se mantuvo recluido en la provincia. Hasta que reapareció en el siglo XXI. Su novela Verdes valles, colinas rojas, dividida en tres partes y galardonada con el Premio Nacional de la Crítica y el Nacional de Narrativa en 2006, es sin duda una de las obras mayores de la literatura española. Esta frase sólo puede asustar a los militantes de la envidia y a quienes desconocen la imaginación poderosa del autor. Es imposible encontrar un fragmento decorativo o superfluo en las 2.200 páginas del conjunto. El talento de Ramiro Pinilla incluye la objetividad en los retratos políticos. Porque huye de los maniqueísmos como de los lugares comunes y supercherías. Hace unos días le han editado el libro Los cuentos (Tusquets), donde él comprime su mundo literario. El escritor, ágil y enamorado a sus casi 88 años, se expresa con la juventud de los hombres lúcidos.

Aunque los relatos reunidos en Los cuentos fueron editados por primera vez en la segunda mitad de los años setenta, en ellos abundan las alusiones a la guerra civil española.

- Al acabar la guerra civil española tenía usted quince años. ¿Cuáles son sus recuerdos de la contienda y de los primeros tiempos de la posguerra?

- Recuerdo el primer bombardeo de Bilbao por los trimotores alemanes. Yo desayunaba una tortilla francesa, que no acabé. Corrimos a la casa sólida del barrio, una de cemento de seis pisos. Nos amontonamos en el primero. Para protegernos mejor de las bombas, una mujer pidió que se bajaran las persianas de las ventanas. Hubo en la ciudad trescientos muertos. Los bombardeos siguieron hasta la entrada de Franco, el 19 de junio de 1937. Yo estaba en Getxo cuando los italianos acamparon frente a nuestro caserío. Los hambrientos chavales nos atiborrábamos de macarrones. En el colegio Santiago Apóstol de Bilbao los alumnos formábamos como militares y cantábamos el Cara al sol. Mi amigo Juanito penó muchos años en el Batallón de Trabajadores. Habían llamado a su quinta y hubo de incorporarse al frente, como tantos otros infortunados, él, que de tener alguna ideología sería un tibio nacionalista por su condición de labrador vasco. Lo volví a ver en un permiso de guerra y le oí musitar, hundido, un veredicto que me impresionó: "De esta no vamos a quedar ni uno". Era una guerra desigual, la aviación alemana masacraba de día las posiciones del ejército vasco y no había respuesta posible contra ello. Las posiciones enemigas sólo podían reconquistarse de noche, pero amanecía y los bombarderos desalojaban las líneas recién conquistadas, y nueva retirada. El ejército vasco no se enfrentaba de igual a igual a una infantería de requetés, falangistas, tropa, italianos y moros. Cincuenta batallones del PNV se rindieron en Santoña, traicionando al resto del ejército, a la República. Son ya batallitas del abuelo. Pero aquello ocurrió así. En la retaguardia, cupones de racionamiento, hambre. Un único fraile entrañable, don Ignacio, me hizo amar la lectura.

Los ricos son potros. Es así. El millonario rumboso es una figura irreal y anacrónica. En el siglo XIX, un tertuliano del Casino de Madrid perdió una moneda de cinco duros y empezó a buscarla por el suelo. El banquero y político José de Salamanca, que dio nombre al madrileño barrio de Salamanca, estaba presente. Sacó un billete de mil, le prendió fuego y con semejante antorcha se sumó a la búsqueda. Pero esos eran los ricos de antes. Los de ahora son más mirados que una óptica.

Tana y Bosco, los dos pijos que tengo en casa, han recorrido terrazas, hoteles y txosnas poniéndose morados de merluza, bacalao, jamón, bocatas, txakoli y agua de Bilbao, y a la hora de pagar empezaban a mirar el papel de la pared como si les hubiera hipnotizado, y no metían la mano al bolsillo ni para rascarse. “Resistiré”, pensaba yo, como el Dúo Dinámico. Porque tiene bemoles que al final paguemos siempre los pobretones. Pero al rato de verles haciendo la estatua me angustiaba y cuando el camarero traía la dolorosa, quien soltaba la Visa era esta menda. Así que estamos que echamos humo. La Visa y yo.

Además, todo es carísimo y tengo la impresión de que en fiestas suben los precios aprovechando que el calor y el kalimotxo atontan al personal. Una tarde, Red Bull me dio alas y le largué a Tana, en plan indirecta, la frase de Sacha Guitry: “Los talones sin fondos son delito, pero los fondos sin talones también deberían serlo”. Dijo que no entendía y le contesté que estaba muy clarito, que el que tiene tela debe moverla, caray, que todo el mundo tiene que vivir. “Qué razón tienes”, contestó con más morro que un oso hormiguero. “Sácate una racioncita de rabo de toro, que aquí la bordan, ¿eh, Bosco?” “Sí, oyessss”, respondió él. En fin, soy boba y la pedí. Para mí que era rabo de gato, porque estaba más esmirriado que mi cartera, pero me metieron una clavada que ni El Juli en Vista Alegre. Y yo, como el gran Woody Allen, tengo dinero para vivir muy bien hasta el fin de mis días, siempre que me muera mañana. Menos mal que por fin se acaban las fiestas, porque no puedo más. ¡Socorro!

Artículo aparecido en El País el 26 de agosto

Lo advierte mi contestador automático: “Deja tu mensaje, pero que sea claro, muy claro. Es que soy rubia”. Oye, pues ni por ésas. Ayer estoy de mambo a las dos de la mañana, en mi txosnafavorita, cuando me llega al móvil un mensaje incomprensible. Y como soy tan, pero tan rubia, en vez de pasar de todo y cerrar el aparato, que es lo que haría alguien más sensato y con menos de tinte, doy a rellamada y contesta, desgañitándose, mi amiga Puri.

“¿Dónde estás?, dice. “¡En el Arenal!”, grito. “Dime dónde y voy ahora mismo”, responde ella. Poco después llega nerviosa y me dice “Vamos a tu casa, que como no haga un pis ya, reviento”. “Ni hablar”, le digo, “he decidido que este año eso se acabó”. “Pues tú verás”, me dice, “o vamos a tu casa o me lanzo a hacer el ñu”.

Total, que caminamos rumbo a mi casa, porque como me dijo un amigo psiquiatra, me falta asertividad. En mi fuero interno (o en mi furia interna) soy súper asertiva, pero no se nota, y como vivo cerca de las txosnas, un regimiento de amigas ocupa todos los años el baño de mi casa.

Y fastidia, claro, pero las entiendo, porque en el tema “aseos” la igualdad entre ellos y nosotras está muy lejos de ser real. ¡Si las colas ante los servicios de mujeres llegan a Apatamonasterio, mientras ellos entran y salen de los suyos tan tranquilos, sonriendo irónicos y suficientes!

Así que cada año hay más chicas que utilizan la estrategia del ñu africano. Y quienes vean los reportajes de La 2 sabrán de qué hablo: de esas inmensas manadas de ñus que se lanzan en bloque al río Mara del Serengeti, confiando en que los cocodrilos sólo logren cobrarse una o dos presas, mientras las demás huyen lo más rápido que pueden.

En su traducción a Aste Nagusia, “hacer el ñu” consiste en hacer pis al aire libre y en batería, mientras una cuidadora intenta espantar a todo el que se acerca a la manada. El ñu es una guarrindongada, claro, pero año tras año la costumbre va en aumento. Y estaría bien que el Ayuntamiento tomara nota. Porque yo, a este paso, dejo el tinte y verás la que liamos.

Aparecido el 19 de agosto en El País.

Un texto redactado con voluntad literaria constituye un acto de comunicación con aditivos. Uno expresa algo de cierta manera que aspira a ser tenida en cuenta como tal manera. El escritor que favorezca lo primero, lo que tradicionalmente ha venido llamándose el contenido, adoptará un tipo de escritura escueto, sobrio, de baja densidad ornamental. El que, por el contrario, resalte las propiedades estéticas preferirá las estructuras complejas y los modos expresivos alejados de la lengua estándar.

Entre ambos extremos se alarga una variada gradación de estilos, todos matizables, ninguno ilegítimo. Cualquier novedad que se incorpore a los usos literarios orienta el texto en la dirección de la sencillez o de la dificultad. La sencillez no tiene por qué dar forzosamente frutos populares. La dificultad nunca es popular.

No es insólito (ni apenas beneficioso para el progreso de la cultura) que algunos escritores menosprecien a otros en voz alta por ocupar una posición distante de la suya en la escala general de las tendencias literarias. Por lo visto ignoran que el estilo por sí solo es un criterio insuficiente para determinar la calidad de una obra. Un escritor no ejerce mal su oficio porque nos disguste su manera de escribir. Sería absurdo criticar a un cocinero experto en platos chinos por la simple razón de que nuestro paladar deteste el arroz. El escritor no flojea porque practique el realismo, la poesía barroca o la escritura vanguardista, sino porque, dentro de su tendencia particular, carece de unas cualidades determinadas.

De poco sirve ejercitar dichas cualidades, cualesquiera que sean si los lectores no disponen de antenas intelectuales para captarlas, en cuyo caso el escritor deberá resignarse a la suerte del pianista que pulsa las teclas de su instrumento ante un público sordo. Una situación de este tipo es por desgracia frecuente en España, nación donde el plebeyismo y la zafiedad en sus sucesivas variantes (pensemos, a modo de ejemplo, en los programas actuales de televisión de mayor audiencia) han encontrado, incluso en las capas cultas de la sociedad, terreno propicio desde hace varios siglos. El ambiente populachero, de vulgaridad asumida, perjudica no menos el arraigo social de las formas artísticas de alto rumbo que a las personas privadas de conocerlas y disfrutarlas. Vocablos como intelectual, estilista, lírica, retórica, bellas letras, se han impregnado en la lengua española de nuestros días de connotaciones peyorativas. Se dijera, en conclusión, que un tío que escribe inspira más confianza que un literato.

Raro será que a una obra rica en pensamientos complejos, en datos históricos, en aciertos formales y hondura humana no la preceda un sostenido esfuerzo que fácilmente pudo prolongarse por espacio de varios años. Se comprende que al autor, durante el largo y a menudo penoso proceso de creación, lo haya animado la esperanza de ser algún día entendido, de dejar acaso una impronta positiva en esta y aquella conciencia y, si las cosas vienen bien dadas, de merecer aplauso, cuestión en absoluto desdeñable puesto que puede dar de comer.

La expectativa de una recompensa a la labor llevada a término es propia del hombre libre. El esclavo, pobrecillo, ¿qué va a esperar? Existen desde luego recompensas de muchas clases. Se cuenta que en 1928 Bertolt Brecht recibió un automóvil a cambio de un poema. La remuneración en dinero o en especie no significa que el escritor haya despachado la tarea con mérito ni que dicho mérito, de haber existido, sea cuantificable, aunque no falten en el gremio literario quienes crean que valen lo que se les paga. En rigor, no hay recompensa más digna que la de comprobar que no se ha trabajado en vano, que lo que uno hizo con perseverancia y esmero en su soledad laboriosa resulta útil, significativo, quizá deleitoso, para los demás.

Esta expectativa no tiene por qué estar morbosamente ligada a la vanidad, reproche común allí donde los gustos populares, elevados a norma, toleran a regañadientes la excelencia. Al profano le sale más fácil admirar a quien emplea para fines estéticos instrumentos o materiales costosos cuyo manejo requiere, por añadidura, un arduo aprendizaje. Pienso en el caballete y los trebejos de pintar, en los mármoles del escultor, en el arpa, en la cámara cinematográfica. Sin embargo, ni el lector más cerrado de mollera duda en juzgar, tasar y aun corregir las obras de quienes se propusieron hacer arte con esa cosa vulgar, cotidiana y sin dueño que hasta los niños llevan a la boca: la palabra.

Por unas monedas pueden adquirirse hoy día ediciones de bolsillo del Quijote, de la Ilíada, de Poeta en Nueva York. No piden más en una librería por la suma de hojas impresas que denominamos libro. Uno paga el papel, la tinta, el transporte, la distribución, esas cosas. Los logros verbales, en cambio, son a tal punto irreductibles a un precio que los afortunados que nos instruimos y complacemos con ellos propendemos a considerarlos dones de la naturaleza, a la manera de los tigres, las amapolas o los atardeceres.

¿Cómo agradecer a los autores lo que hicieron por nosotros, aunque hayan muerto, aunque jamás nos crucemos con ellos por la calle? En el fondo, sin necesidad de proponérnoslo, les estamos mostrando nuestro reconocimiento y, de paso, la gratitud que nadie nos exige, que surge acaso de una emoción personal, de un incidente privado, de una simple reacción subjetiva, cuando nos adentramos en sus escritos con aplicación. Y no por nada, sino que la literatura presupone la participación de inteligencias curiosas y sensibles sobre las que ella pueda ejercer sus efectos innumerables, de la misma manera que la música logra su consumación, no en el aire que atraviesa, sino en los oídos que la escuchan. Ni siquiera quien está persuadido de escribir sólo para sí está exento de esta ley de la comunicación. Quien escribe para sí se dirige por fuerza a la sombra del lector que va a su lado. Serán uno y otro la misma persona, pero en modo alguno la misma perspectiva.

El autor cocina, el lector degusta. Si aquel no evitó que se le quemara la comida, si se propasó con la sal, si retiró la cazuela demasiado pronto del fuego, habrá fallado. No menos inútil habrá sido su empeño si el comensal destinado a deleitarse con la maravilla culinaria tiene un paladar de granito. De autores con talento y de lectores avezados se hace la literatura digna de tal nombre. De lectores exigentes con aquello que se les ofrece, pero también consigo mismos. Lo cual implica disposición por su parte a afinar el gusto, a superar dificultades de lectura, a enfrentarse con textos cuyos secretos no se dejan desentrañar así como así, antes bien con ayuda de una carga notable de dedicación y paciencia.

Hoy día abundan los escritores que aprovechan cualquier oportunidad para cubrir de requiebros a los aficionados a los libros. Obviamente los adulan llevados de la certera intuición de que sin ellos no son nada. Por lo mismo podrían injuriarlos a fin de golpear su atención. Buscan público sin distinción de intereses y calidades, al modo de una flor que saliera volando en pos de cuantos insectos pululan por la zona, sean polinizadores o no.

Abandonan entonces su lugar natural, el escritorio; emprenden campañas de promoción que con frecuencia los obligan a ir de ciudad en ciudad convertidos en viajantes de comercio de sus propios libros, procurando generar noticia y diseminar su retrato y su nombre en los medios de comunicación. Alguna escritora incluso ha salido despojada de ropa en las revistas. Otros justifican su participación en competiciones literarias, de dudosa honradez en ocasiones, con el socorrido argumento de que desean incrementar el número de sus lectores, si bien no termina de quedar claro, cuando así se expresan, si buscan personas que dediquen atención a sus libros o se conforman con que simplemente los adquieran.

Parece inverosímil que alguien lea un libro llevado por un gesto de caridad hacia el escritor. Uno lee un libro en provecho propio, deseoso de distracción, de consuelo, de aprendizaje, cuando no apretado por obligaciones pedagógicas o profesionales. En un país civilizado, los ciudadanos están en su derecho de leer o no leer, y, si lo hacen, de elegir lo que leen y leer de acuerdo con estímulos o expectativas de su exclusiva incumbencia. Esta circunstancia no obsta para que existan lectores inhábiles, igual que existen comensales sin gusto, movidos tan sólo por el impulso de matar a toda prisa el hambre.

No se puede endosar a los lectores la responsabilidad de sostener la literatura. Libro en mano, corresponde a cada uno de ellos la decisión de valerse de la actividad lectora para pasar un buen rato, soltar unas carcajadas u olvidar las penalidades de la jornada. Por la misma regla de tres, la literatura de calidad no es ni tarea ni placer para todo el mundo, y el hecho de que se distribuya dentro de libros, electrónicos o de papel, no significa que merezca la misma consideración que otros libros de similar formato cuya finalidad se aparta de la expresión escrita con intención estética. Y esto es así por cuanto la literatura exige de sus receptores un grado no pequeño de formación cultural, además de una serie de cualidades que no todo el mundo por desgracia posee, como la sensibilidad para determinados registros y temas, la paciencia para el libro voluminoso, para el que frecuenta zonas de vocabulario inusual, para el que abunda en innovaciones estilísticas; en fin, para el que no se deja leer con un ojo mientras se mira con el otro a otra parte.

Artículo aparecido en el Babelia de hoy

ETA no mata ni, según dicen, extorsiona, y eso, a algunos, ya les parece razón suficiente para proclamar, acaso sin doblez, que podemos estar todos juntos en paz y tan amigos. Los muertos fueron enterrados, los que mataban y pegaban fuego ya no ejercen y, en fin, eso es la paz.

La mera existencia de ETA es violencia. ¿De verdad no tiene la izquierda abertzale nada que decirles?

A otros, por el contrario, la prudencia basada en decepciones precedentes nos dice que la convivencia pacífica no es posible mientras el león ande suelto. Bien es cierto que el león no está ahora en el centro de la plaza. Está en un rincón, agazapado a la sombra de los soportales; pero, aunque no se le vea, conserva sus colmillos y sus zarpas. La mera existencia de ETA es violencia, actúe o no actúe. No nos engañemos: la paz es un resultado, no una premisa.

Hay últimamente un discurso de paz, eso es innegable, por parte de quienes hasta ayer postulaban la socialización del sufrimiento. ¿Es sincero ese discurso? ¿Cuántos lo suscriben? No pocas dudas se disiparían si el referido discurso estuviera acompañado de gestos, obras, hechos y, sobre todo, humildad. El 7 de diciembre de 1970, el canciller federal Willy Brandt tuvo el coraje de arrodillarse en nombre de Alemania ante el monumento a los héroes del gueto de Varsovia. El día que vea algo semejante en un miembro destacado de la izquierda abertzale empezaré a creer que todo lo que estamos viviendo de un tiempo a esta parte no es estrategia ni tejemaneje.

Se pretendía atacar al Estado español, pero, como de costumbre, la acción terrorista contra las abstracciones la padecieron los vecinos. ¿De verdad que la izquierda abertzale no tiene nada que decirles?

Considerando acaso que los problemas, las dificultades, los conflictos, se pueden resolver por la vía de ignorarlos u ocultarlos, suenan de vez en cuando voces que proponen pasar página. Nada más equivocado ni perverso que confiar al olvido unos asuntos que han generado tanto sufrimiento. O sea que, al final, ¿no hemos aprendido nada? Soy partidario del estudio constante y exhaustivo, del testimonio veraz y de la toma de conclusiones pedagógicas, de manera que los ciudadanos del futuro no ignoren las consecuencias atroces que supone para una sociedad el uso de la violencia a partir de estímulos ideológicos.

Y ni siquiera creo que haya que exigirle a Batasuna que pida perdón públicamente por tantos años de justificación del terrorismo. No. Yo creo que debería salir de ellos. Pero les cuesta. No sé, quizá les dé vergüenza. Si lo hicieran habríamos dado como sociedad otro paso, como dio Willy Brandt el suyo, y podríamos mirarnos a la cara, conversar, y quizá, quién sabe, abrirnos poco a poco a la esperanza de un futuro abrazo, aunque por ahora lo veo difícil.

Las víctimas, desengañémonos, nunca dejarán de serlo. A nadie le van a resucitar el padre, el hijo, el hermano, ni le van a restituir la pierna que le segaron ni la empresa que le quemaron. Lo que se puede y se debe hacer es devolverles a las víctimas la dignidad, y no en montón, sino como ciudadanos singulares; reconocerles el daño que se les infirió, pedirles sinceramente perdón y darles absoluta garantía de que no habrá nuevos crímenes que reaviven la memoria de los que ellos o sus familiares, amigos y compañeros, padecieron.

Si se dieran los pasos necesarios, que no consisten solamente en medidas políticas sino en algo que tiene que ver con la calidad humana y cívica de las personas implicadas, tarde o temprano habría que considerar la situación personal, una por una, de quienes cometieron crímenes y fueron castigados por ello. Pero, ojo, esta sería aproximadamente la etapa vigésimo quinta o cuadragésimo octava de un largo recorrido, y no la primera ni la segunda.

Me disculpo de antemano si ofendo a alguien, pero siempre he considerado que hay numerosos presos de ETA víctimas de ETA, del veneno ideológico y del fanatismo que se les inculcó de chavales en la cuadrilla, en el colegio, en la taberna. Por supuesto que no los equiparo a las víctimas de sus crímenes ni dejo de creer por ello que merecían el castigo que la ley prevé para su caso. Hay, sin embargo, en su destino de jóvenes inducidos a la agresión y el asesinato una serie de cuestiones humanas de las que alguna vez habrá que ocuparse y extraer enseñanzas positivas para otros jóvenes de ahora y del futuro.

Artículo aparecido el 14 de septiembre en El País.