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El 18 de agosto tuvo lugar la presentación de la Asociación de Escritores de Euskadi-Euskadiko Idazleen Elkartea (AEE-EIE), de la que formo parte. El tema propuesto como reflexión para la presentación fue 'Lectura y placer', lo que obligó a pensar despacito sobre el asunto. Que es fácil y muy habitual poner en relación placer y lectura es algo que todos sabemos. La dificultad estriba en transmitir que la lectura y el placer forman una pareja estupendamente avenida y que lo que decimos es verdad.

Esta mañana las flores más atrevidas ya se habían encaramado a los árboles. La primavera pedía pista. Entre recuerdos y sombras los colores me han traído a la memoria los sentimientos asociados a las estaciones; esas sensaciones viejas, quizá a veces prestadas por algún poeta, que hacen latir el corazón, cada una de ellas a un ritmo diferente. Primavera, la más popular; verano, las vacaciones, la mar; otoño, la melancolía, el bosque y las setas; e invierno, el tiempo de vivir hacia dentro, amigos y cine. Me gustaba dejarme acariciar por la dulce baba de cada una de ellas. Incluso me empeñaba en potenciar la emoción e intentaba prolongarla, para que no se escapara ni una sola gota. Luego la vida tiende a estrecharse y aquellas viejas caricias se cuelan ya solo por las rendijas que la rutina deja entre tabla y tabla de la empalizada, seguro que están ahí adrede, pero simulando un despiste. Por eso hay que estar atento, poner coraje y marcar bien el territorio de esa esencia mágica que nos rozó, para que no se la coma la roña; y para llamar la atención a la vida cuando está desatenta y quiere pasar de largo. Sobre todo hay que evitar a toda costa vivir sin darnos cuenta.

"Hola, soy Labordeta..." decía el mensaje en el contestador de su móvil. Sus hijas, al referirse a él, también le llamaban Labordeta, al igual que sus amigos. Labordeta era también el nombre de su personaje público, el que aparecía en el periódico o el televisor. Lo asombroso, por inusual, era que entre persona y personaje no mediara distancia alguna. En ambos casos uno se las había con un ciudadano de a pie, atento y ecuánime, que gustaba definirse como un socialdemócrata tímido. La última vez que lo vi fue en su casa, a mediados de mayo, el día en que presentábamos Regular, gracias a dios, su último libro, escrito a pesar de los contratiempos y en el que además tuvo la ayuda puntual de una maravillosa escritora, su hija Ángela. Labordeta llevaba entonces varios meses sin salir de casa, pues las piernas le fallaban y precisaba la ayuda de un andador al que llamaba, sin mayor reparo, el “Lamborghini”.

La noticia de la aparición del libro no se hizo esperar. Como tantas veces sucede, lo que más trascendió de la rueda de prensa fue también lo más anecdótico, un comentario sobre el modo en que el gobierno estaba gestionando la crisis económica como respuesta a una pregunta hecha sin más por un periodista que no había leído el libro que presentábamos, y lo que debería haber sido una celebración de las memorias de Labordeta quedó así oculto tras un titular soso, que meramente lo mostraba “desolado por la falta de soluciones ante la crisis”. (Ésta es la verdad de las noticias, su urgencia por imponerse a una realidad mucho más rica, y así las leemos y leemos el mundo.


Conocí a mi amigo Andrey en San Petersburgo. Estaba ya en edad de jubilación y se atragantaba con el inglés. De carácter reservado como la mayor parte de sus compatriotas, hizo todo lo que pudo para que me sintiera como en casa en aquel invierno helado.

Andrey trabajó para la Agencia Espacial y de Aviación Rusa (RKA) y fue responsable del programa de robots llevados a la luna y testigo del alunizaje americano del Apollo 11 por medio de las fotos que, con retardo, le llegaban desde el Mar de la Tranquilidad, dejando constancia de la gesta de los yankis, y cerrando aquel capítulo de la carrera espacial.

Debido a su pasado como funcionario público y por la sensible información que había pasado por sus manos, nunca había tenido permiso para abandonar la URSS, salvo en contados viajes a China, siempre en el famoso Orient Express.

Le devolví la invitación y Euskadi fue la primera tierra que pisó fuera de ese ámbito gris hormigón y verde militar, después de cumplimentar una tonelada de formularios estampados con miles de sellos. No podía creer que existiera una tierra así de colorida y alegre y que aquello le hubiera estado vetado.

Pedí cordero asado al horno de leña, en cazuela de barro, como sólo aquí acostumbramos, acompañado de una simple pero deliciosa ensalada de lechuga y cebolla y unos entrantes sencillos, pero obligados para un foráneo: jamón y espárragos. Todo acompañado de un buen crianza que se evaporó entre viejas historias.

Hoy día, aún mantenemos contacto y a veces recuerda que aceptó el cordero por cortesía, porque realmente no era lo suyo. Una vez lo tuvo delante, confesó que no había probado algo tan delicioso en su vida, que no se explicaba como una misma carne podía prepararse de forma tan diferente a la tradicional en su país. Y repitió hasta que la cazuela quedó viuda.

Y también recuerdo que me dijo que saborear aquel manjar fue como estar realmente en la luna.

Texto publicado en la Revista El Txoko del Sibarita Mayo-Junio 2016. (pág. 4)

El hotel está oscuro, con esa iluminación moderna tan propia de los locales destinados al pecado. El periodista llega corriendo. Tenía concertada una entrevista a las 13:30 horas y llega tarde. Cinco minutos, pero tarde. Mira de un lado para otro, pero no distingue a la escritora. Y realmente, tampoco conoce a Reyes Calderón por mucho que sea una autora de éxito y su novela Los crímenes del número primo fuese todo un best seller. Él no la ha leído, y le extraña: siempre le ha gustado la novela negra, o la novela de detectives, Agatha Christie y cosas así. Y al parecer, Calderón va de eso. En el libro que viene a presentar a Bilbao, El último paciente del doctor Wilson, “vuelve a poner a sus personajes, la jueza MacHor y al inspector Iturri, sobre el tablero”. Una frase que ha leído en el informe de prensa. Subrayada para dar al periodista la pauta a una pregunta inicial. Para ponérselo fácil.