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Artículo aparecido en la web La nave de los locos.

Un mes en Nueva York da para muchos placeres. Urbe con más de cuatro mil rascacielos, el primero de sus goces viene de una inteligencia vertical. De una rara ligereza que junta edificios gigantescos y no nos impide ver el horizonte.

En cuanto empiezo a callejear por Nueva York, aguzo el oído. Es verano y la alcaldía ha organizado conciertos gratuitos. Son casi siempre actuaciones al aire libre. Sesiones calientes de jazz, soul y rhythm and blues. Por ejemplo, en un modesto parque del Bronx, a escasa distancia de tantos deterioros urbanísticos, personas septuagenarias y hasta octogenarias se mueven al ritmo de la música tocada en directo. Bailan con una alegría que embellece los cuerpos cansados. Aquí recuerdo la frase en que Octavio Paz se refiere a la poca gracia física de los ancianos europeos, sumisos ante esa esclavitud que imponen los miedos a la propia imagen y el recato obligatorio.

Dividida en cinco distritos (Brooklyn, Queens, Manhattan, el Bronx y Staten Island), la ciudad sigue reuniendo los principales alicientes en Manhattan. De las pasiones financieras a la bohemia artística, con descansos en los 93 kilómetros de senderos de Central Park, cualquier empeño encuentra su espacio en Madison Square Garden, en las evocaciones literarias de Greenwich Village, en las fachadas góticas de las residencias próximas a Gramercy Park, en el mirador de Empire State, en las bulliciosas Tercera y Quinta Avenidas, en los mercados de Chinatown y otros tumultos.

Siguiendo el hilo musical, los amantes del jazz acuden al local Blue Note, situado cerca de la Sexta Avenida. Allí están, rodeados de comensales japoneses, David Villanueva, director de la editorial Demipage, y su familia. Villanueva, músico que en la actualidad registra su primer disco en solitario, elogia la destreza del contrabajista Gerald L. Cannon. Pero la mayoría del público ha venido a escuchar al pianista McCoy Tyner, que durante cuatro años complementó con su serenidad el talento libertario de John Coltrane. Tyner no sabe decepcionar. Hoy dirige a Ravi Coltrane, hijo risueño de su antiguo patrón, y a Gary Bartz, cuyas improvisaciones breves son los mejores regalos de la noche. ..

Hay también una música que no se encierra en los clubes. En cualquier calle de Nueva York, la variedad sonora de los idiomas. Alrededor del 40 % de sus habitantes es de origen extranjero, con gran número de dominicanos, chinos, pakistaníes, jamaicanos y más judíos que en Tel Aviv. Un Babel tranquilo de 192 lenguas. Al visitante hispano lo protegen acentos de toda Latinoamérica.

Tampoco faltan museos de calidad. Sobresalen el de Historia Natural, el Metropolitan y la Frick Collection. En el Whitney, el MoMA y el Solomon R. Guggenhein, igualmente interesantes, desentonan las exposiciones recientes. Frente a un público escéptico, el autismo glorioso (subvencionado) del arte contemporáneo. ..

Los turistas fotografían la Estatua de la Libertad. Creada en el siglo XIX por el escultor Frédéric-Auguste Bartholdi, fue un regalo de Francia a EE.UU. Sin que me parezca especialmente bella, la miro recordando un detalle personal. La estructura con armazón interior de hierro y láminas de cobre y la llama bañada en oro de su antorcha fueron fabricadas en el patio de mi vivienda de París. Tiene adherida a su base una placa de bronce con el poema de Emma Lazarus: “Dadme a los hastiados, a los pobres, a las muchedumbres que ansían respirar la libertad”.

Naturalmente, ninguna cultura, por poderosa que sea, carece de debilidades. La gastronomía popular de Nueva York es menos refinada que la de Francia o España. Puede entristecernos la estampa del neoyorquino que, en su pausa laboral, se detiene entre los arbustos de un pequeño jardín y consume la comida extraída del envoltorio de plástico. No sentarse a la mesa parece una manera de prolongar la tensión del trabajo. El dirigente de atuendo impecable pierde así su elegancia. Como si tuviera el traje manchado por la prisa. ..

Para despedirse es aconsejable recorrer el High Line Park. Lo construyeron recientemente en Manhattan sobre las vías de los desaparecidos trenes de mercancías. Se le notan las ideas copiadas de la Promenade Plantée de París, pero con menos ingenio floral y vistas más espectaculares.

He oído en la radio que se celebra el 69.º aniversario del primer NO-DO, aquel informativo que el Gobierno franquista proyectaba en los cines de forma obligatoria antes de cada película. Aquel 4 de enero de 1943 se abrió con un Parte de Guerra escrito sobre la caída de las tropas contrarias a Franco al que siguió un puñado de imágenes de prisioneros apresados y una noticia sobre la invasión de Polonia a cargo de las tropas alemanas. El NO-DO sirvió para mostrar la visión que el franquismo tenía de España en un país sin demasiadas opciones informativas. No sé el motivo, pero el recuerdo que tengo de muchas de las películas que vi de chaval está asociado a la música de cabecera del NO-DO. Aquel soniquete compuesto por Manuel Parada se mantenía en nuestro cerebro incluso después de que la película hubiera concluido.

Mi madre se empeñó en que a sus dos hijos nos gustase el cine, tal vez porque ella disfrutaba de la evasión que ofrecía la gran pantalla, de aquellas historias hechas de luz que llenaban nuestra retina de gestos —los de Charles Chaplin en Candilejas—, de muecas imborrables —las de Cary Grant al final de Charada—, de risas insustituibles —las de Donald O’Connor en Cantando bajo la lluvia—, de frases marcadas a fuego que subrayaban grandes secuencias —“Qué raro, aquella avioneta está fumigando cosechas donde no las hay”—, de mujeres repletas de alocada vitalidad —Katherine Hepburn en La fiera de mi niña—… Hace unos días repusieron en un canal de pago El hombre que mató a Liberty Vallance y por unos segundos pensé en lo que tenía de mágico que se apagaran las luces y comenzara la proyección. Aún lo pienso cuando acudo a una de esas salas de cine cada vez más pequeñas y me dejo engañar por el director, y los actores, por un guión bien construido. Y me acuerdo de cuando muchos años antes esperaba a que la música del NO-DO me avisara de que en breve iba a volver a soñar.

Artículo aparecido en la revista Luke de enero.

Los fogones de Hollywood están al rojo vivo, con una caldera repleta de títulos que nos llegan a las carteleras sin descanso. Y ya le gustaría a Vulcano semejante ritmo de trabajo si no fuera porque desde fuera uno tiene la sensación de que la mayor parte de las novedades que nos llegan huelen a pólvora mojada. Los guiones muchas veces apenas rozan el aprobado, los remakes se multiplican y la fragua ha de recurrir a otros trabajadores llegados del extranjero para mantenerse abierta. No es algo nuevo. El cine americano ha sabido fagocitar desde siempre a los creadores convirtiéndolos en algo propio: hasta son capaces de hacer que una película francesa se convierta en la protagonista de la última gala de los Oscars. En especial porque la cinta trata del cine, de los orígenes, de aquellos iluminados que supieron evolucionar del mudo al sonoro y seguir fabricando sueños. Se entiende, por tanto, que América importe directores europeos o que las estrellas del firmamento cinematográfico busquen otras manos por las que dejarse dirigir (véase los ejemplos de los nuevos trabajos de Juan Carlos Fresnadillo, Rodrigo Cortés o J.A. Bayona). Volviendo a los remakes, leía hace unas semanas que los estudios Dream Works y Working Title Films tienen previsto rodar una nueva versión de Rebeca, filme protagonizado por Laurence Olivier y Joan Fontaine con la que Alfred Hitchcock se estrenaba en Hollywood logrando, además, el Oscar a la mejor película. Incluso se rumorea que Sospecha, aquella cinta para el lucimiento de un ambiguo Cary Grant y de una tímida Joan Fontaine, también podría ser revisada con ojos de hoy. Y no deja de sorprender que desde Hollywood sigan empeñados en renovar los clásicos del Mago del Suspense. Ya lo hicieron en 1998 con Psicosis, engendro de Gus Van Sant calcando plano a plano, pero en color, uno de los títulos emblemáticos del cine de terror. Con pésimos resultados, como es obvio. Un despropósito parecido al que llevó a Jonathan Demme a rodar Charada, aquella película de Stanley Donen con Cary Gant y Audrey Hepburn. Se tituló La verdad sobre Charlie y los papeles principales fueron a parar a Mark Wahlberg y Thandie Newton. En fin, que la inconsciencia es atrevida.

Artículo aparecido en Luke.

La pequeña obra de teatro que aquí les presento, Ubú Rector, quiere ser un humilde homenaje a uno de los precursores del teatro del absurdo, creador del personaje Ubú y autor de las obras Ubú Rey, Ubú encadenado y Ubú cornudo, entre otras: Alfred Jarry. Comparte con ellas (o lo pretende) su humor surrealista, negro, algo escatológico y, sobre todo, irreverente. Un humor sin h, o sea, Umor, que diría Jacques Vaché. Les confesaré, en cualquier caso, una vez dicho lo anterior (pues el deber de un escritor es exponerse), que otro de los motivos que me llevó a escribir la obra, además del mencionado homenaje, fue algo que quizá ustedes tachen de poco virtuoso: la venganza. Venganza inocua, eso sí, para consumo propio, a modo de lenitivo, y literaria. Concretaré más: venganza que recae sobre la, a todas luces conspicua, Universidad de Texas en El Paso, también conocida por el acrónimo UTEP, que no quiso concederme una beca que había solicitado. En la obra, entre otras cosas, hago una refundación de la Universidad, que pasará a llamarse UPTEP, esto es, Universidad Patafísica de Texas en El Paso, siendo su rector, como habrán podido imaginar, el Padre Ubú.

Nada más. Pasen y lean, y que el humor y la ironía y, por supuesto, la poesía, nos ayuden a vivir.

Ubú Rector

Esta obra será publicada en breve en la revista Soliloquio, letra U (Soliloquio U. Ti.Ta. ed/25. Gatza).

 

 

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