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Jesús Ortega reúne en Proyecto Escritorio imágenes y reflexiones a propósito de los espacios de escritura de autores contemporáneos en lengua española. El texto y foto pertenecen a Fernando Aramburu:

Proyecto Escritorio, Aramburu«Durante un tiempo lo estuve llamando atril, hasta que me convencí de que cometía una inexactitud. Es un pupitre, vocablo que de costumbre asociamos a las mesas de los escolares. Rara vez compro muebles. La tarea, quizá el placer, de comprarlos compete a la costilla. Así y todo, el pupitre lo compré yo, para mí, y por eso y porque, cuando lo necesito, no me niega la ayuda me siento orgulloso de tenerlo por amigo. Se atribuye a Nietzsche la afirmación según la cual quien escribe sentado piensa con el culo. A mi juicio, no deberíamos menospreciar ninguna parte del cuerpo. Un culo perspicaz puede ser francamente útil, quizá más útil que un cerebro. El caso es que el pupitre está pensado para que uno trabaje de pie. Obliga también a escribir a mano. Al menos yo no he hecho todavía la prueba de colocar el ordenador sobre el tablero inclinado. Puede que al cabo de dos o tres horas se me fatiguen las piernas. A cambio, no me duele la espalda ni paso sueño, achaques de los que no siempre estoy libre cuando trabajo sentado. El pupitre lo reservo para las tareas de orfebrería literaria. Me refiero a las correcciones a mano sobre la versión impresa del libro en el que esté ocupado. También a la toma de apuntes, a los resúmenes, a los bosquejos y esquemas; en fin, a esas cosillas que piden un tipo de atención distinto del que pide el ordenador, que es más oficinesco y de venga y dale. El pupitre invita a ser cuidadoso y poeta.»

Jesús Ortega reúne en Proyecto Escritorio "imágenes y reflexiones a propósito de los espacios de escritura de autores contemporáneos en lengua española. Narradores, poetas y ensayistas son invitados a participar en el proyecto con un texto breve y una fotografía". La última visita ha sido al escritorio del poeta Francisco Javier Irazoki. El texto y la foto son del autor:

El escritorio de Irazoki«Cuando me instalé en París, hace diecinueve años, tuve un rincón íntimo en la parte alta de la vivienda. Bajo una claraboya grande y vieja que podía tocar con las manos, busqué las palabras para definirme. A las siete de la mañana, durante más de una década, me senté a la mesa de trabajo y mi nostalgia hizo más ruido que la ciudad adormecida a esa hora. En un ambiente matinal, sin otros sonidos exteriores que los de la lluvia esporádica sobre los cristales del tragaluz, nacieron tres libros aceptados y uno rechazado por el autor. Eran los tiempos del lápiz, la máquina de escribir y el ordenador fijo.

En los años recientes, gracias a los ordenadores portátiles, me he convertido en un escritor sin oficina estable. Generalmente elijo la planta baja del edificio. Cerca de la cocina, frente a una fachada acristalada que deja ver un patio de árboles de hoja perenne, glicinias y pájaros. Delante de mí viven los vecinos: el joven músico conversa con el pintor veterano, la redactora de una revista de moda escucha al tapicero. Lo principal de la estancia es la mesa. Larga, de madera exótica, compuesta de seis pies y dieciocho piezas encajadas en el tablero. Cada pieza puede sustraerse, entre risas de niños, del lugar que ocupa en el conjunto. Sobre ese mueble deposito la computadora, algún bolígrafo, escasos papeles. En la cabecera de enfrente, un frutero y la silla Hiperión, regalo de Jesús Munárriz.

La mesa fue fabricada por un pariente cercano. La hizo en un momento doloroso. Su esposa de veinticinco años se suicidó y él, para combatir una angustia invencible, quiso construir algo. Un objeto que reconstruyera la vida de su fabricante.

Más que un mueble, mi mesa es una enseñanza.»

 

Existen dos tipos de personajes que, habitualmente, irrumpen en escena por una puerta lateral: los artistas y los poderosos.

Tienen una sola cosa en común: se aseguran de que haya abundante audiencia esperando su aparición, y retrasan un tanto su entrada para crear expectación.

Muchas son, sin embargo, las diferencias entre ambos:

Los artistas, por lo general, nos proporcionan entretenimiento, evasión, expectación. Despiertan nuestra ilusión.

Los poderosos, sin embargo, nos provocan incertidumbre, miedo, prudencia o, en todo caso, esperanza; siempre que calcemos calaña del mismo número.

Generalmente visten de forma impecable, lucen sonrisa enlatada, cuidándose de ocultar el goteo de sus colmillos. Se dirigen a uno con fuerte determinación, disponen de asesor de imagen y de un ejército de abogados.

Conviene desconfiar de quienes aparecen por una puerta lateral que no se encuentre en un cine o teatro.

Sólo las persona nobles y con buenas intenciones  entran por la puerta principal, de cara.

Unicamente las personas con intereses oscuros e intenciones abyectas surgen por nuestros flancos, como lo haría un depredador.

Y tarde o temprano acaban saliendo por la puerta trasera, sin aplausos, con abucheos, y a menudo esposados.

Nada hay más silencioso que un reloj de sol.

El progreso, la prisa, la velocidad con la que una sociedad se mueve, siempre han estado ligadas a la medición del tiempo. Ha sido una obsesión constante para el hombre.

Del sol se pasó a la arena y la mecánica acabó con el silencioso transcurrir del tiempo. Los relojes empezaron a hacer tic-tac y la gente comenzó a moverse más rápido, como si sus vidas las controlase un metrónomo.

Luego vinieron los carrillones y las campanas, marcando tiempos con lentitud pero determinación militar, casi penitente, haciéndose oír aunque fuera lánguidamente.

La mecánica dio paso a la electrónica y se impusieron los bips y las melodías, los politonos, a medida que la velocidad y el stress se instalaron en nuestras vidas ante la mirada vigilante e inmisericorde de esos artilugios. El sonido pasó a ser impertinente y machacante y a él se sumaron dígitos de luz.

Aquello que había sido concebido como referencia temporal, controla y dirige hoy nuestras vidas de forma cruel.

Curioso artilugio el reloj, que aún parado tiene razón dos veces al día.

El Maestro explica al alumno en qué consiste la muerte:

—La muerte no es más que una disociación irreversible de cuerpo y alma. No hay que temerla. Es parte de la vida, y como tal hay que aceptarla.

—¿Duele la muerte, Maestro?

—Depende del tipo de muerte. Cuando el alma abandona el cuerpo, puede hacerlo bajo distintas circunstancias:

»Si el cuerpo sólo presenta una pequeña rendija, entonces el alma fluye a través de ella con dificultad, está enredada y no puede liberarse. Llamamos agónica a esta muerte. Puede ser lenta y dolorosa.

»Si, por el contrario, el cuerpo no opone ninguna resistencia a la fuga del alma, queda relajado. Lo llamamos muerte dulce.

»Puede producirse también por accidente. Entonces, el alma escapa de forma repentina, abrupta, espontánea; como arrojada del cuerpo por la inercia. El intenso dolor no llega a percibirse apenas, ya que dura milésimas de segundo. Muerte accidental.

»En ocasiones, el alma está debilitada, enferma, atormentada. No tiene fuerzas para escapar. Le pasa a quien sufre un trauma terrible e irreparable como la pérdida de un hijo. Se conoce como muerte en vida.

»Habrás oído hablar también de la muerte clínica. Se produce cuando el cuerpo está mantenido de forma artificial, por un hilo de vida y el alma está sujeta a él como si se tratara de un globo con gas. El qué hacer con ese hilo es objeto de intensos debates.

»Otras veces es el alma quien provoca la muerte, impulsada por un dolor físico o espiritual que no puede soportar. Se llama suicidio.

»Por último, tenemos el caso en que alguien se antepone a la muerte de otro ser y ofrece la suya a cambio, o da a luz una vida nueva y deja la propia en el empeño. Más que morir consiste en dar la vida.

El alumno se queda pensativo durante unos instantes.

—¿Qué pasa con el alma en ese caso?

—El alma pasa a la persona a la que se ha protegido o dado la vida. Vive en él para siempre y es deber del receptor cuidar de ella con tanta determinación como le fue entregada.