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El tiempo de la vida es la novela que Roberto Lastre ambientó en la Cuba de la que huyó. La novela, fuera de las erratas que él mismo reconoce con humor, está muy bien escrita y parte de una situación verídica: los casi veinte años que un hombre pasó encerrado en casa de su madre hasta que, siguiendo su propio consejo, emprendió una huida a Miami que se reveló como una encerrona para procesarlo y condenarlo. Pero más allá de la historia, que queda abierta en numerosos frentes, el libro retrata con acidez y tristeza la Cuba de Castro, con la omnipresencia de un régimen presuntamente revolucionario pero en el fondo totalitario donde la pobreza material se aúna con la indigencia moral de sus dirigentes y de muchos conciudadanos, obsesivos cumplidores de la ortodoxia comunista. Canto a la libertad, denuncia de la sinrazón de las dictaduras, periplo mental de un Ulises inverso que aguanta veinte años sin salir de la isla, el libro contiene suficientes resonancias, ecos, guiños y segundas lecturas como para convertirlo en un modesto descubrimiento particular. Con sus gotas de realismo maravilloso, de filosofía contemplativa, de costumbrismo urbano, de sexualidad caribeña, de simbolismo narrativo, su lectura me ha atrapado y me ha descubierto toda la dimensión literaria de Lastre, el fiscal que huyó de la isla caribeña para recalar en Vitoria y continuar su vida como si tal cosa. Es preciosa la simbología de las palomas y de las lechuzas como lo es el equilibrio y el contraste entre el protagonista, Román, que no se despega de su abnegada y ambigua madre, y su padre, un marino que abandonó a su familia y aprovechó uno de sus viajes para perderse en Oriente con su nueva amante. Su libro me recuerda a las dos novelas que no hace tanto tiempo Ikusager publicó del ruso Serguey Dovlátov, el periodista que huyendo de la URSS se refugió en Nueva York, donde siguió bebiendo todo el alcohol del mundo y escribiendo con vitriólica lucidez sobre el gélido infierno soviético.

Aparecido en la revista cultural Espacio Luke del mes de septiembre.

Nacido en Sursee, el suizo Hans Küng (1928) es uno de los teólogos más leídos y controvertidos de nuestro tiempo. Formado en Roma y París, ha sido profesor en Tubinga y sufrió en 1979 la retirada de su licencia eclesiástica para enseñar. Autor de monumentales estudios sobre las grandes religiones, de propuestas sobre ética mundial y de unas polémicas memorias, actualmente está retirado pero en activo, como lo demuestra Lo que yo creo, obra publicada hace dos años y que Trotta ofrece traducida en 2011.

Aunque sólo sea por curiosidad, merece la pena acercarse al pensamiento de este católico que defiende su fe ilustrada ante un mundo occidental desacralizado y, también, ante posturas oficiales o no que considera criticables. El libro, como avisa, adquiere mayores densidad y altura conceptuales conforme avanza, pero resulta interesantísimo como introducción a las creeencias del suizo y a conceptos elementales de la teología católica y de la historia de las religiones. El diálogo entre fe y ciencia, el choque entre religión e ideología, la oración, el consumismo, el estimulante diálogo interreligioso, la pregunta por el sentido del sufrimiento humano, el amor al otro y en especial al débil como mensaje evangélico crucial y, en definitiva, el lugar de una fe no sólo teórica –sino sobre todo implicada en la resolución de los problemas globales de la actualdad– en una humanidad occidental racionalista e individualista son temas expuestos con sencillez y valentía.

"Yo me cuento entre esas personas a las que –merced a una relación en modo alguno exenta de problemas, pero sí intacta, con la madre, el padre y otras personas de referencia– les ha sido dada una firme confianza en la vida". Küng confiesa a renglón seguido que su existencia no ha estado exenta de problemas, pero que esa confianza resulta fundamental para afrontar la vida en todos sus planos. Así, casi al final del libro proclama: "En el trascendental cambio de paradigma que estamos viviendo y que afecta al mundo, a la política, a la economía y a las culturas, necesitamos con urgencia una 'visión' que intente atisbar el contorno de un mundo más pacífico, más justo, más humano". Küng sugiere algunos caminos, como la propuesta de la Fundación para la Ética Mundial, de la que es presidente desde 1995. Pero sobre todo, defiende la función beneficiosa para el ser humano de una fe ilustrada y reflexiva que devuelva el extraviado sentido de la trascendencia, y pone el dedo en la llaga de las encrucijadas que debemos afrontar todos, Humanidad entera, en este siglo XXI

Aparecido en Espacio Luke del mes de septiembre.

Hoy mi terraza surca las tinieblas. Sabes, la poesía es celosa. Sólo quiere que le escribas ella y que no te eche una mano la prosa. Porque en un relato podrías describir cómo se parece tu terraza a la proa de un navío. Te lanzarías a una extensión de palabras, sin darte la vuelta para no ver la mirada recelosa de la poesía. Pero incluso en el mar de la prosa ves sus ojos en cada puerto. Sus ojos llorar en cada coma y una mañana de esplín, cuando el día ya ha inundado la terraza con luz, escribes que todo fue un espejismo. Regresas.

Entonces la poesía te mira como lo hacen las mujeres que nos aman, aun después de nuestras huidas. ¿Y dónde has estado, gamberro? Sabes que nadie puede darte lo que te doy en la página. Cuando me desnudo, pierdes tu ropa, si respiro te inspiro y en cuanto te quiero, me tienes. Estás condenado a mi paraíso. Perdido en vida pero tan cerca de la verdad de la muerte, que lo intuyes: soy su única frontera. Aunque cruzarme es encontrarme otra vez. No intentes describir lo que no sabes, simplemente escríbelo. Y cada verso tuyo, mío, será un peldaño que le permitirá al lector subir a la gran terraza del universo. Donde no existen ni la noche, ni el día.

Selección de poemas de Fernando Aramburu y Francisco Javier Irazoki en la revista virtual Destinos intermedios, que lleva Octavio Escobar Giraldo. Una mirada a la poesía española contemporánea hecha desde Colombia.

La niña camina triste, con pasos indecisos. Parece cargar con varias toneladas a sus espaldas. Llora.

Tiene tan sólo 16 años y un bestia le ha robado su mayor tesoro: la inocencia. La ha dejado marcada para siempre, al arrancarle su infancia e imponerle una terrible madurez, de forma abrupta. Cruel.

La crisálida ha sido interrumpida y la mariposa vuela torpemente, con colores apagados, desorientada, fuera de contexto.

A su sufrimiento ha de añadir el de relatar a sus padres los hechos. Siente vergüenza y no sabe por qué.

Le harán muchas preguntas incómodas que no quiere contestar.

Tan sólo quiere meterse en su cama, apretar fuertemente su osito en su regazo y esperar que todo haya sido un mal sueño.

 

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Todo resulta muy humillante. No sabe bien por qué pero todos parecen acusarla con su mirada. ¿Por qué se siente culpable y sucia?

Ha venido el doctor. Exploraciones frías. Dedos fríos. Palabras frías.

No habla con ella. Sólo con sus padres.

Silencio y soledad en esa habitación que ahora se le antoja extraña y que parece condenarla en todo momento.

Han tomado una decisión por ella: tendrá al bebe. No sabe si eso es bueno o malo, pero no está en posición de protestar.

Tendrán que aislarla de su entorno, de todo lo que conoce. Tiene que hacerse rápido y durará hasta que llegue el momento de sacar de su cuerpo el fruto del pecado ajeno.

Sola y temerosa, afronta su cautiverio con resignación. Hay que esconderla de los ojos de esta sociedad hipócrita que la condenará sin piedad a la marginación.

Son demasiadas sensaciones que no deberían ocupar la mente de una niña.

 

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El tiempo parece haberse detenido mientras su cuerpo va cambiando. Lo que antes ella quería desalojar a cualquier precio, va tomando forma y siendo cada vez más suyo. Lo nota, lo siente. Lo ama.

 

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Llega el momento. Es una niña. Llora con rabia, perturbada al ser arrancada de la cálida paz del vientre materno.

En ese momento ella es consciente de que el vínculo interno que se hacía más fuerte cada día, se ha roto para dar paso a otro férreo, vital. Aún con su mentalidad de niña, sabe que ya nunca podrá olvidar el llanto y el olor suave de esa piel y que los podrá reconocer entre miles, por muchos años que transcurran.

Se llevan el bebé. Lo vuelven a traer al poco, lavado y vestido. Se lo muestran pero sin colocarlo en su regazo. Tras unos instantes, vuelven a llevárselo y ella se sume en sueño eterno, agotada.

 

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Pasa largas noches sollozando. Las horas en que debería estar jugando, las pasa mirando por la ventana, extática, en la dirección donde sabe que está su hija, acogida por una buena pareja que no puede tener hijos. Sus juguetes yacen en un rincón, olvidados.

Su padre no soporta verla así, plantada en la ventana día tras día, ausente, lejana.

Convienen con la familia de acogida que podrá verla un ratito de vez en cuando, para saciar esa necesidad de madre, para enjugar sus lágrimas, para aportar un poco de luz en su carita de niña endurecida por facciones que son ajenas a su edad.

Puede verla, acariciarla, incluso besarla. Pero no ha de cogerla. Y eso la tortura. La mata.

 

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A pesar de ello, ha recuperado el color. Se le ve feliz cada fin de mes acudiendo a ver a esa muñequita viviente que ha salido de sus entrañas y que le devuelve una sonrisa cuando aparece en el jardín. Con sus ahorros, siempre compra algún juguetito para el bebé. Este parece intuir lo que le une a esa otra niña mayor.

Quizás porque la niña mayor sondea siempre de forma intensa en el interior de sus ojos y eso no la incomoda.

Hasta que llega un día en que se acaban las visitas.

“Conviene ir cortando la relación”, -le dicen- .

“Por el bien de la niña”, -añaden-…

“Yo también soy una niña” -piensa ella-.

 

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Han pasado varios años. Casi veinte desde que la vio con permiso. Sólo dos semanas desde que la ha visto a hurtadillas, en un bar de los que frecuenta con sus amigos.

En todos estos años, no ha pasado apenas una sola semana sin verla, aún de forma furtiva. Ha asistido a su infancia, a su pubertad, a sus fiestas, a su graduación, a sus primeros escarceos amorosos, a sus desengaños….

Siempre desde la lejanía, desde la protección que le brindan las sombras y la multitud.

Quiere asegurarse de que su pequeña está bien.

Y mientras, su pequeña, ajena a este sufrimiento, devuelve a la vida una sonrisa preciosa.

 

Lo que su pequeña nunca sabrá es que siempre ha estado protegida, velando para que  esa sonrisa se instale en su rostro.

La misma sonrisa que le fue negada a otra niña, hace muchos años.