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Se me pasó el año sin escribir sobre Monólogo interior, el disco que en 2010 publicó Single, un proyecto liderado por dos ilustres del pop. Teresa Iturrioz es la cantante e Ibon Errazkin se encarga de guitarras y programaciones. Los conocía de Pío Pío, la entrega que también Elefant Records publicó en 2006; y antes, de una maravillosa versión de El amor en fuga, el tema principal de la cinta homónima de Truffaut. Ambos provienen de los tiempos heroicos de Le Mans, añorado combo donostiarra de los años noventa.

Lo mejor de la música es escucharla, y no hablar de ella. Me limitaré a decir que los sonidos que inventa Errazkin con sus maquinitas y teclados son lúcidos, cristalinos, divertidos y modernos. Y que la voz de Iturrioz ha ganado con los años en gravedad y expresión, en ironía y espesor, hasta desplegar una amplia gama de claroscuros coherentes con los ambiguos textos que canta. Y que los textos siguen siendo pura poesía pop: minimalistas, esenciales, crudos. Y que la portada de lujo es, otra vez, de Javier Aranburu. Y que los vídeos…

¿Qué canciones me gustan más? Me enamoró desde el principio “Posponías”, pero después llegaron “Pensamiento” o “Fotos”. Todas son buenas por su originalidad y por su madurez. Son canciones que hay que disfrutar despacio, con esa concentración que exige el detalle del pop de orfebre. En el disco, además, rindieron homenaje a Violeta Parra y Mercedes Sosa con el clásico “Gracias a la vida”, que pasa a ser, gracias al genio del dúo, una canción Single.

Aparecido en Luke del mes de enero, con cambio de diseño incluido.

El gypsy jazz es uno de esos mágicos inventos de la cultura europea del siglo XX. En él confluyen tradiciones musicales de ambos lados del Atlántico que se amalgamaron gracias al inverosímil guitarrista Django Rinhard, un gitano de bigotito perfilado y pose de dandy a quien le faltaban varios dedos, pero no un deslumbrante virtuosismo y una capacidad innata para componer. La guinda la puso otro venerable músico, el violinista Stephan Grappelli. Ambos se encontraron en ese París prebélico de espías en blanco y negro y cafés sin hora de cierre, donde crearon su famoso quinteto en el Hot Club.

El género sobrevivió a sus mentores y se esparció por muchos rincones de Europa (hay grabaciones desde Estocolmo hasta Milán pasando por Bruselas) y Estados Unidos. Y continúa activo y fiel a sus cánones originarios. Hace unas semanas, por ejemplo, calló en mis manos Vino y pasteles, el disco que la primavera pasada publicó El síndrome de Stendhal, cuarteto afincado en Vitoria (Javier Antoñana, guitarra solista; Nika Bitchiashvili, violín; Pedro Salazar, contrabajo; y Enrique Loyola, guitarra).

He testado el disco entre varias personas de confianza y todas han exclamado lo mismo: ¡qué bonito! Guitarras, violín, contrabajo y algunos instrumentos adicionales son el soporte para las composiciones de Antoñana, que abarcan todos los registros del género. Los temas vertiginosos tocados a velocidad endiablada se combinan con los evocadores pasajes del violín de Bitchiashvili, quien sube y baja, entra y sale de los oídos, busca las revueltas de la melodía para llevarnos a través de esa Europa nómada, de carromato y verde planicie, que ya no existe. Es hermosa esta música: sensual y melancólica, alegre y acogedora… Música de nómadas y desplazados que se afincó en las grandes ciudades para deleite de bohemios en las noches estrelladas.

Aparecido en la revista Luke.

De la extensa producción de Valle-Inclán no solemos recordar La lámpara maravillosa. Se trata de un libro tan poco citado en las escuelas como leído en las facultades, y al que algunos artistas de hoy día prestan, sospecho, menos importancia de la que se merece.

Fue publicado en 1922, cuando el autor contaba cuarenta y seis años. En la edición de Austral apenas ocupa, descontados glosario e introducción, unas ciento diez páginas de letra grandecita. Pero el barbudo gallego resumió en su prosa musical y modernista ideas sobre el arte, la poesía y la espiritualidad que se remontan a los tiempos primordiales.

Imposible descomponer en este cuarderno su contenido. Como en todo ensayo poético hay que adentrarse en la selva de su lectura para apreciar la indisoluble unidad de fondo y forma, de ética y estética, que contiene. Dejarse llevar por la música secreta de sus palabras. Hay quien lo calificó de “digresión artificiosa” o quien lo descartó por decidir que había envejecido. Valle-Inclán subtituló la obra “ejercicios espirituales”, no sé si para reírse de san Ignacio o para rendirle homenaje. Yo sigo releyendo en noches perdidas sus fragmentos y preguntándome si don Ramón iba en serio o estaba de broma, si con este librito se reveló como un profundo poeta de la verdad o como un impostor (al uso, por ejemplo, de algunos posmodernos copypasters de la autoayuda). Pero mientras me pregunto y me pregunto, continúan admirándome frases como ésta: “El poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano, y luchar por decirlo, y no sastisfacerse nunca”.

Artículo aparecido en la revista Luke del mes de junio.

A veces hay que dejar de leer y sentarse un rato a escuchar música. Olvidar el libro sobre el atril, el cuaderno sobre la mesa, y bajar las escaleras despacio. Avivar el fuego de la chimenea, mirar por la ventana y dejar que una voz nos envuelva. Esta temporada ando feliz escuchando Back to the 40's [escuchar en Spotify], el disco que Yoio Cuesta grabó hace casi dos años y que Errabal publicó hace unos meses. Son standars de los años cuarenta interpretados con gusto exquisito. Me gusta la voz rugosa y sensual de Yoio, la delicada batería de Dani García, la guitarra comedida de Dan Rochlis y las preciosos arreglos de cuerda, tan vintage, de Iván Valdés.

"Desde el primer momento quisimos recoger el espíritu de las antiguas grabaciones que habíamos escuchado como referencia y fuente de inspiración –algunos standards que había grabado la mítica Ella Fitzgerald durante la década de los cuarenta y que habían supuesto una gran influencia para Yoio–", escribe el productor y arreglista del trabajo, Iván Valdes.

Y lo han conseguido. Canta Yoio y le responde el fuego tostado de una chimenea imaginaria mientras detrás de la ventana corre la primavera por el jardín, entre los rosales, como una dama en la niebla. E imagino una película en blanco y negro, con Manhattan nevando y ropa de abrigo, y dos héroes románticos que viven o malviven en un ciudad que suspira cuando gime un viejo saxofón solitario.

Artículo aparecido en Espacio Luke.

La teoría y la práctica narrativas se han preocupado siempre por las relaciones entre ficción y biografía. En la frontera que separa ambas nociones se desarrollan géneros como el diario ficcionado, las memorias o el ensayo. Exhibicionismos aparte, estas formas han servido de acicate para meditar sobre la propia realidad del hombre y el modo en que cada persona decanta sus propios recuerdos en una especie de fondo privado que construye su propia identidad.

Quien tenga interés por reflexionar sobre estas cuestiones puede leer Montauk, la novela que Max Frisch (1911-1991) publicó en 1975, y que en 2006 lanzó Laetoli. Su subtítulo (“Un narración”) ponía sobre aviso al lector de las premisas del creador suizo. Montauk carece de trama como tal. Un veterano artista europeo pasa un fin de semana con su joven amante Lynn en Montauk, un lugar remoto situado a unas cien millas de Manhattan. Conforme el tiempo transcurre, la compañía de Lynn trae a la memoria instantes de la vida del narrador que refrescan su pasado y, en especial, su relación con las diversas mujeres que ha conocido.

Montauk –cuyo epígrafe, no en vano, es una cita de Montaigne– tiene mucho de obra crepuscular, y bastante de ambiguo ajuste de cuentas. Ningún autor (nadie) es inocente cuando habla de su vida. Por eso hay que relativizar que las mujeres de Frisch, en general, no salgan bien paradas en este libro –y en ello se llevaba la palma la escritora austriaca Ingeborg Bachmann, que mantuvo con Frisch una tormentosa relación–. ¿Dónde termina la vida de un autor y empieza su ficción como artista? ¿Son posibles alternativas saludables a los recuerdos puros y a la pura imaginación? ¿Y son necesarios?

Artículo aparecido en la Revista Luke del mes de mayo.