Relatos

Este relato de Cristina Iricibar resultó ganador del XVIII Consurso de Relatos convocado por por la asociación Esnatu de Loiola (San Sebastián).

RECETA FALSA

Cristina Iricibar

Entró cargado de bolsas que colocó entre equilibrios sobre la encimera. Crujidos de plástico llenaron de sonidos la cocina todavía callada.

—¡Uf! ¡Por fin! Creo que lo traigo todo.

Ella sacaba de un cajón su delantal blanco. Con gesto litúrgico lo desdobló despacio y se lo ató a la cintura. Le llegaba casi hasta los pies. Se sintió más que tapada, a cubierto. Comprobó:

—Setas, nata líquida, espárragos verdes, langostinos… ¿las láminas de lasaña? —preguntó buscando.

—Con los tomates —contestó él mientras abría una botella de tinto y servía dos copas.

—Cariño ven, vamos a brindar.

Se acercó, bebieron de sus copas y saborearon el Crianza. El beso fue una cata, aterciopelado y pleno en boca.

—¡Venga! Que luego se nos echa el tiempo encima —animó él.

Por los ventanales abiertos al jardín, la luz del sol se colaba verde entre pucheros y comida, entre manos y quehaceres. Una brisa al punto de sal agitaba suavemente el perejil del pequeño jarrón, sobre el estante alto.

Los oscuros y alegres ojos del pequeño le devolvieron la tranquilidad a la joven esposa, que veía reflejados en ellos a su propio marido. Una débil sonrisa se dibujó entonces en su rostro. Su paz y su bienestar dependían de los tres grandes amores de su vida, que no eran otros que padre, esposo e hijo, a quienes veneraba por encima de todas las cosas. Ella era el nexo de unión con todos ellos, así como el frágil hilo que entrelazaba sus vidas. Pero haría falta mucho más que la mayor de las tormentas para romper los lazos del destino. Ahora estaba segura de ello.

La noche se cernía cubriendo el mundo con su oscuro velo, mientras los hombres se acostaban en sus hogares, despojándose de sus preocupaciones por el rato que duran los sueños, apoyándose en la creencia que sus vidas dependían de aquel que está en lo alto y que vela por todos, esperando que todas sus preocupaciones y desvelos desapareciesen con el nuevo día.

La loba, que se había despertado poco antes del amanecer, se encontraba acurrucada junto al resto de la familia admirando el milagro del día, que moría cada noche y renacía sin excepción a la mañana siguiente. La luz inundó entonces la tierra y los cielos, despuntando el horizonte con vivos colores que fueron diluyéndose paulatinamente hasta convertirse en un precioso color azul. No habría ventisca aquel día. Aquel era el comienzo del resto de la vida.

El libro se puede adquirir en Amazón.

Tras las primeras detonaciones tomé a Eve y a Benjamin de la mano y salimos al porche. La mayoría de nuestros vecinos habían salido de sus casas para levantar la mirada hacia aquella bóveda negra que no hace tanto fue cielo y que ahora se iluminaba brevemente, como un parpadeo, con cada latigazo azul. Poco a poco, como haríamos nosotros, se fueron despojando de las mascarillas y de los depósitos autónomos de oxígeno. En la penumbra alcanzamos a reconocer sus caras, muchas de ellas parcheadas por los trasplantes de piel o fruncidas por las quemaduras. Grisam Tilman, Rene Corbirock, John Buttercap, Mike Polimon, Anaïs Green... Los operarios que estaban vaciando la tierra frente a nuestras casas para cobijar en su interior el nuevo mundo se tomaron un descanso. Subidos sobre sus máquinas colosales, con los cascos y los buzos reflectantes puestos, parecían jinetes a lomos de animales prehistóricos. Ahora que lo pienso, todos éramos como aquellos hombres, luminosos y, sin embargo, insignificantes: eslabones quebradizos entre los estallidos azules y las perforaciones.

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Con la llegada de la noche, ha salido al balcón para despejarse. Hay luna llena. Sobre la arena de la playa bailan como mariposas manchas de luz. A lo lejos pasan los barcos con sus luces blancas. Hasta el balcón le llega el olor a salitre del mar, el vuelo de un pájaro en busca de su nido, el lejano aroma a mimosas. A excepción de su ánimo, todo está en calma. Una vez más ha entrado en conflicto consigo mismo. Ahora le gustaría estar lejos de aquí. Salvo ese, no tiene ningún otro deseo. Pasado y presente descansan en una misma niebla ciega y mansa.


Se ha levantado el viento. Imagina que la playa se cubre de copos de nieve tan grandes como margaritas. ¿Por qué ha sido tan cruel con Julia? Había tenido relaciones que se alimentan de caricias, del atractivo solar de los cuerpos -sabía de la ardiente voluptuosidad de su piel, de su radiante sensualidad, del amor de los amantes sin amor-, pero la repentina y violenta pasión que se ha despertado en él le resultaba desconocida.


Y se imaginaba a sí mismo como un superviviente, como un hombre que no se ataba amorosamente a nadie, que viajaba con un único libro y un cuaderno de notas, que contemplaba a las mujeres con una curiosa mezcla de frialdad y de deseo, como un hombre que aparecía y desaparecía siempre de forma inesperada un hombre que soñaba con escribir una obra breve pero esencial. Y al mismo tiempo se despreciaba por poseer esa imagen adolescente y edulcorada de sí mismo. ¿Y no habría algo intrínsecamente satisfactorio, se preguntaba, en contradecirse, en negarse a sí mismo?


Lento proceso (papeles mínimos, Madrid, 2013)

PONT-AVEN: Marzo, 1938

Cuando la penumbra se volvió espesa y los lirios tempranos se cerraron, Martín, la Colombeta y el Tonto cenaron algo frío y poco condimentado, queso curado, panecillos de Cremona, tal vez algo dulce, y se fueron a dormir. Martín y el Tonto dormían en el carromato, en sendos elementales catres, por lo demás calientes y confortables;
el Gran Jérôme y la Colombeta solían alquilar posada, si era menester. La Colombeta se acostó en la cama fría y grande que compartía con su padre y echó de menos su calor. No se durmió inmediatamente y oyó a lamujer de la posada guardar los perros en el cobertizo y, ya dentro de la vivienda, atrancar la puerta exterior. Oyó también las pisadas perezosas de los últimos calaveras que regresaban de la taberna a sus casas. Pero no oyó al Gran Jérôme. Después sintió el rielo de la luna y después el lento transcurrir de la noche toda. Rayaba el alba cuando Colombeta se durmió. Unos golpes en la ventana la despertaron. El Gran Jérôme repetía su nombre y ella le abrió, todaví soñolienta, y le ayudó a traspasar el alfeizar con premura, para que su vozarrón quebrado no atravesara las paredes de las casas dormidas. Podría haber sido un hombre mucho más ágil, y de hecho lo fue, en otro tiempo, pero ahora la cojera le ponía una traba en las piernas. Venía borracho y olía a trasnochada, que es una mezcla de humo, mugre y tristeza; la bragueta de los pantalones mostraba un húmedo cerco de orín. Le acostó, le desnudó con gran esfuerzo y lavó su faz amoratada, su incontinente entrepierna. Colombeta se acurrucó en la gruta de sus brazos poderosos y respiró su aliento etílico. ¿Se fijaría en el vendaje tosco de su mano? ¿Advertiría los rasguños de su cara? ¡Bonito estaba para reparar en ella! Entonces ¿con quién se consolaba? La congoja deshizo el abrazo y levantó un muro entre los cuerpos mamposteado de frustración y de rabia, y cuando el Gran Jérôme intentaba franquearlo, Colombeta protestaba “jo, viejo papi, estás borracho”, aunque sabía que eran palabras baldías como estopa, que una vez dichas,
agonizaban.
-Hija – gangoseó él -, Sara Bernhardt, la Diosa, como me gusta llamarla, siempre decía que el hombre solo es un auténtico hombre cuando bebe. El resto del tiempo es un actor que representa sus papeles... – se calló de inmediato y su respiración se volvió espesa. ¿Estaba dormido? -. Pa... papeles de artista de circo... pa... papeles de jefe... de esposo... d... de...padre...d... de...
Algo más tarde finalmente se durmieron..