Estaba viendo días atrás la ceremonia de inauguración del segundo mandato presidencial de Obama. Beyonce esplendida y sentida, oscura la piel como la del líder, entonaba el himno americano con un toque Gospel como una flamenca de Alabama. La pantalla del ordenador me devolvía esas imágenes de la familia, el capitolio, los invitados abrigados por banderas,  y las esperanzas renovadas de los votantes. Sentí envidia, no del nuevo flequillo de Michelle, ni de Beyonce que, también tenemos aquí gargantas de arena capaces de hacernos poner el alma de boina. No. Sentí envidia por otras razones.  Toda aquella gente estaba concentrada en la dicha y sabía o podía saber que  aquella verbena con sus carrozas, sus brunchs, sus conciertos y bandas costaba  en torno a los treinta millones de dólares.  Tenía envidia porque esos americanos poseían esperanza en su líder y si lo deseaban, podían comprobar vía web los nombres de los benefactores de su causa, la cuantía de sus donaciones y el número de veces que estos habían visitado la Casa Blanca. Tenía envidia, y casi me pongo a llorar cuando pensé que ellos podían confiar, y si les salía rana alguno de sus elegidos gestores iban a enfrentarse a los tribunales, a una prensa libre y a ese desprecio insoportable que aplica el pueblo americano cuando no se le pide perdón, ni se le devuelve lo que se le ha robado.

Confieso que, tiempo atrás, cuando esperábamos el frio del invierno al abrigo del bienestar y la confianza mi percepción era distinta. Cuando veía a un americano con cargos políticos reconociendo un error, porque  se había metido en líos de faldas, dineros, o se había ido de la lengua pasando información a quien no debía le critiqué como una imbécil. Confieso haber enjuiciado esa moral casi infantil desde la prepotencia de quien cree haber llegado un poco más lejos de las religiones, las ideologías, las morales. Retiro lo dicho. Daría lo que fuera por acudir esta semana santa a la procesión del viernes santo con todos los sinvergüenzas de este país vestidos de penitentes. Poder retransmitir  su indigno desfile para que todo el mundo se alivie. Ser comentarista de ese perdón que empieza a urgir y convencerme de que la prensa va a explicar como es debido lo que es la transparencia y la libertad de información. A ella debo darle las gracias. Y aunque la entrega sea en fascículos dolorosos, en revelaciones dosificadas, bendita sea. No hay mas ciego que el que no quiere ver.

Por el boulevard de los sueños rotos, deberíamos poder contemplar esa procesión de los dolores tan larga, tan plural, tan bien vestida, tan llena de discursos, de portavoces… Pero para eso, los políticos honestos,-que los hay- los que deberían reivindicar sus sueños y los nuestros, tendrían que   salir al centro de ese foro que heredamos de la primera democracia y pronunciar todos los nombres de los que nos han robado el tesoro de nuestra confianza. Ellos los conocen desde que jugaban en el patio del colegio. Y nosotros sabemos que los conocen.

Artículo publicado el pasado 3 de febrero en El Correo.