Amelia Serraller comparte un nuevo fragmento de su obra "Cenizas y fuego. Crónicas de Ryszard Kapuściński". 

Estas líneas son continuación de los fragmentos ya compartidos por la autora en esta misma web. Puedes releer los anteriores en los siguienes enlaces (primer fragmentosegundo fragmento y tercer fragmento)

Queremos agradecer a Amelia Serraller su generosidad a la hora de compartir con nosotros estas páginas de su libro.

Podéis encontrar "Cenizas y fuego. Crónicas de Ryszard Kapuściński" en este enlace y conocer la trayectoria de Amelia Serraller en su página de autora.

 

Dos reportajes bélicos: Un día más con vida y La guerra del fútbol

No obstante, en 1972 el autor polaco había abandonado la corresponsalía, por lo que se despide literariamente del continente con La guerra del fútbol (1978), cuyo título acaba designando a la contienda entre Honduras y El Salvador durante la fase clasificatoria para la Copa del Mundo.

Entre Cristo y La guerra sale a la luz en 1976 el libro predilecto del propio autor, Un día más con vida (Jeszcze dzień życia), dedicado a la guerra de independencia de Angola. El libro supone un punto de inflexión en su carrera, ya que se trata del primer reportaje unitario en la obra del periodista polaco.

Con todo, Kapuściński no dejará de visitar intermitentemente el Nuevo Continente. En un principio acude a impartir clases magistrales en universidades, además de cubrir la visita del Papa Juan Pablo II a México en 1979.

Precisamente sus estancias en las universidades latinoamericanas prefiguran en cierta manera sus futuras visitas al Nuevo Continente. Y es que el reportero polaco será uno de los profesores habituales de los talleres itinerantes de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, fundada en octubre de 1994 por el recientemente desaparecido Gabriel García Márquez.

Gracias a los mencionados talleres, Kapuściński influirá directamente en toda una generación de reporteros latinoamericanos, en lo que se conoce como el “boom” de la crónica en este continente. La lista es larga, y en ella se encuentran nombres que también son populares en España, como Gabriela Wiener, Santiago Roncagliolo, Leila Guerreiro, Pedro Lemebel, Alma Guillermoprieto o Sergio Gónzalez Rodríguez. Algunos de estos periodistas son también prestigiosos escritores, como es el caso del activista chileno Pedro Lemebel.

No obstante, una vez abandonado su cuartel general mexicano, Kapuściński pasó más tiempo en África. Ello no es óbice para que uno de los proyectos que frustró su muerte fue precisamente escribir un libro dedicado a toda América Latina. Con él pensaba cerrar la trilogía de las grandes síntesis panorámicas, que comienzan El Imperio (1993) y Ébano (1998).

No en vano, otra de sus estrategias como reportero consiste en no dejar completamente de lado un destino, que equivale a un tema en el que se ha profundizado. O lo que es lo mismo, pasados los años, una especialidad más.

Las servidumbres del poder: El Emperador y El Sha

Corre el año 1976 y Kapuściński, inmerso en una crisis creativa, incumple los plazos que le ha impuesto la redacción para escribir sobre Etiopía. Busca desesperadamente un punto de arranque, un detalle al que asirse, simple pero revelador:

No existe nada más simple que un vaso de agua (…) o un mendrugo de pan. ¡Y con eso se salvan vidas! Así que busco entre esas imágenes y entonces me viene a la cabeza que el emperador tenía un perrito (…) siempre lo llevaba consigo (…) y que tenía un sirviente que siempre estaba pendiente del perrito. ¿Qué puede decir el sirviente acerca del perrito? La frase más sencilla que se pueda escribir sobre el perrito: “Era un perrito muy pequeño, de raza japonesa. Se llamaba Lulú”. (…) En cuanto lo escribí, supe que ya tenía libro[1].

Por su parte, el lenguaje alterna el polaco antiguo de la época del sarmatismo con neologismos, para subrayar el anacronismo de un sistema feudal. Toda la prosopopeya, la pompa y la ceremonia que rodean la corte casan muy bien con la lengua literaria del Barroco polaco, al igual que los elaborados epítetos con los que el servicio se refería a su señor.

La importancia de estas frases reside tanto en su contenido, las relaciones de poder, como en su tono, decididamente grotesco. En ellos está la quintaesencia de la obra, construida a partir de los recuerdos de los cortesanos del Negus. De todas formas, sus monólogos constituyen uno de los tres niveles narrativos. Los otros dos son las citas que inaguran cada sección, por un lado; por otro, los comentarios del reportero, que sirven como las acotaciones a las obras de teatro: enmarcan la acción en un espacio y un tiempo.

Otro rasgo característico de El Emperador es la importancia de la oralidad, que acerca al relato a dos mundos aparentemente opuestos, el reportaje y el cuento. Todo periodista trabaja recopilando testimonios, que Kapuściński aparentemente transmite tal cual. Sólo que el carácter irreal, secreto y exótico de estas experiencias, que son una ventana al mundo hermético e inaccesible de la corte de un autocráta, parece sacado de Las mil y una noches.

En ese sentido es muy interesante la diferencia entre la serie Un poco de Etiopía, (Trochę Etiopii) que apareció entre febrero y julio de 1978 en las páginas de Kultura, y el libro que editó Czytelnik en otoño de ese mismo año. Paradójicamente, el primero acaba con un fragmento de un cuento de Anderson, El día del juicio final, mientras que el segundo culmina con la noticia de la muerte del monarca, tal y como la recogió The Ethiopian Herald el 28 de agosto de 1975. De esta manera, el autor nos devuelve bruscamente a una realidad reciente, a la vez que hace un curioso trasvase de géneros.

Casi cuatro años después, en enero de 1979 la Revolución de Irán llega a su fase decisiva. La agencia decide enviar al reportero Stanisław Zembrzuski, al que la perspectiva le horroriza. Confiesa su miedo a Kapuściński, que se ofrece a acudir en su lugar.

Con todo, el autor de El Emperador no cubrió los acontecimientos iraníes en solitario. Más o menos a la vez que él llega al territorio persa otro prestigioso reportero, Wojciech Giełżyński. Resulta muy curioso comparar la relación que uno y otro hacen de los hechos: Giełżyński elabora en La revolución en nombre de Alá (Rewolucja w imię Allacha)un reportaje clásico, con una relación exacta de datos, fechas y sucesos, mientras que Kapuściński ofrece una deconstrucción del trabajo periodístico, abriendo el libro con la descripción de una caótica habitación de hotel, llena de fotos y recortes de prensa.

Si en la anterior obra primaba el oído sobre todos los sentidos (los testimonios orales de los cortesanos, las escuchas palaciegas y posteriores denuncias, las conspiraciones secretas), en El Sha prima la imagen, las instantáneas de los protagonistas del drama, las masas enforvorecidas dispuestas a desafiar a la policía. Al igual que a los iraníes, a Kapuściński le cuesta poner orden a sus impresiones y vivencias. O más bien, ésa es la imagen que nos quiere transmitir en el libro, en consonancia con el caos y los excesos revolucionarios. Y es que a su lado tuvo de intérprete a la estudiante polaca Elżbieta Lisowska, que en 1979 disfrutaba de una beca en Teherán. Para Lisowska, “era un enorme placer contemplar cómo trabajaba. Para los reporteros que llegaron a Irán de todo el mundo, lo importante eran las noticias, la ´carnaza periodística´. Él también prestaba atención a los detalles[2]”.     

En su biografía, Beata Nowacka y Zygmunt Ziątek van más allá de la preponderancia de la imagen, para detectar el pulso cinematográfico de El Sha. La selección de fotografías tiene mucho que ver con el proceso de edición, pero es que además el libro alterna tres maneras distintas de organizar las secuencias: a imagen y semejanza del cine, hay hechos que se nos refieren de manera lineal, mientras que otras veces se intercalan dos líneas argumentales, –montaje paralelo– la revolución y el relato metaliterario de la composición del reportaje, que a veces se presentan de forma simultánea: “Europa descansa, está de vacaciones, visita monumentos. Al mismo tiempo en Teherán no hay un instante de respiro[3]”.

El libro acaba con una descripción del arte de las alfombras persas, a cargo de Ferdousi, un vendedor que no por casualidad lleva el nombre del gran poeta iraní del siglo X. Frente a la caducidad de los regímenes, la cultura permanece, dice Kapuściński. De hecho, El Sha aspira también a ser esencia y síntesis del drama de un pueblo.

El interés por la figura del tirano, y el servilismo y posterior rebeldía que éste desencadena parace agotársele a su autor con El Emperador y El Sha, dos obras complementarias en muchos aspectos. Así, la suntuosidad de una choca con la sequedad de la otra, los ecos del doble lenguaje con la fuerza de las imágenes, y la silenciosa rutina de palacio con la agitación en las calles iraníes. Se podría decir que su autor ha recorrido todo el espectro de posibilidades que esta temática ofrece, por lo que no llega a escribir nunca su semblanza de Amín, el sanguinario dictador ugandés. De esta forma, la trilogía del poder como espejo deformante de las debilidades humanas quedó incompleta, en parte también porque ocurrió entonces un hecho sin precedentes: la caída del muro de Berlín.   

[1]              NOWACKA, B. y ZIĄTEK, Z.: (2010:249). 

[2]          “Wielką przyjemnością było patrzeć, jak pracuje. Dla przybyłych do Iranu reporterów z całego świata ważne były newsy, ‘dzięnnikarskie mięso’. On zwracał uwagę także na detal”. De Lisowska, E.: Zabrakło mistrza, http://poznajswiat.com.pl/art.1028. Consultado el 1 de mayo de 2010.

[3]          KAPUŚCIŃSKI, R.: (1987:84).