La tensión puede masticarse en un rincón del Savoy. Mientras el sol machaca los cuerpos puestos a secar en la playa que muere a pocos metros, el Carrier del local escupe bruma a la atmósfera cargada,  dejando un leve zumbido que preside el silencio apenas roto por monosílabos.

La partida respeta las normas de siempre: anónima, límite de quinientos en el tapete, depósito de eso mismo, rotación de jugadores con tres rondas sin mojar. Las copas se descuentan de la fianza y el callejón angosto impide salidas de urgencia.

El caballero sentado de cara a la barra lleva desde que entró tres horas sin levantarse y cuatro Negrinis.

No lleva gafas que oculten sus ojos negros. Los sabe rentabilizar, así que, ¿para qué?

Pasa una mosca bordeando su nariz, pero no consigue un parpadeo y el insecto va a morir, frustrado, con un chasquido en la luz violeta que le resulta insoportable, como una mujer fatal.

Quien se sienta justo en frente no soporta el peso de esa mirada y disimula su inferioridad mascando un chicle, como ha visto en tantas pelis. Esconde su limitación tras unas lentes baratas que no van con su apurado afeitado.

Se ha sentado bajo el torrente de aire, para evitar las comprometedoras perlas del sudor que le traicionan.

El camarero rompe la quietud dando brillo a una bandeja de acero pulido, que devuelve al ojo atento un leve destello de la jugada de su oponente, que acaba de abrir con cien pavos.

Rojos y negros han bailado por un segundo.

Y entonces se dirige al otro y le dice que hay que repartir de nuevo. Éste se sorprende y se despoja de sus gafas en otra pose ensayada.

-He visto levemente tus cartas -le explica.

-¿Ah, sí? ¿Y qué has visto? -pregunta el otro, creyéndose dueño de algo por primera vez en su vida.

La parroquia observa atentamente la escena, que ni los insectos se atreven a estropear.

-Rojos y negros. Lo suficiente -La mirada penetrante no se aparta del cachorro que acaba de dejar su caseta segura.

-Puedo llevar póker. O repóker. -replica burlón un Steve McQueen venido a menos.

El cachorro reclama que le tiren un palo.

-Pero nunca una escalera -sentencia el otro, dejando elegantemente las cartas boca arriba y pidiendo un quinto trago, que esos momentos saben mejor en remojo.

El perro busca rápidamente un gesto apropiado en sus registros de filmoteca, pero no puede con la campana que apremia, ni con el sudor que ya se derrama, y se lleva el palo, pero en las costillas. Vuelve renqueante a su caseta segura. Que le den al palo.

La lección, bien mirado, le ha salido a precio de saldo.

El mazo vuelve a bailar en manos expertas y el camarero deja el Negrini en la mesa, asiente con respeto y se apresura a anotar una muesca más en el currículo de la vieja escuela.

 

Luis A. Bañeres