El tiempo acompañaba en aquel mes de abril y el sol ya levantó de muy buen humor, augurando un día de esos en los que nada malo puede ocurrir.

Eran de Nueva Zelanda, de Christ Church, y no paraban de rememorar su remota tierra, tan aislada, tan natural, tan maravillosa, tan…

Así que con la agenda de trabajo finiquitada el jueves, nos quedaba el viernes para dedicarlo a visitar los alrededores de Bilbao, que ya lucía como suele por esas fechas cuando el cielo por fin se va cansando de llorar.

Comenzamos pronto, por la mañana; ellos pertrechados con sendas cámaras y en plan casual, luciendo ese acento tan británico que les caracteriza y dispuestos a comentar cualquier cosa que vieran con la mordacidad que autoriza la confianza y con esa flema heredada que no llega a herir, pero te deja desarmado.

La costa lucía tranquila y esplendorosa, con ese contraste único de azules y verdes que define nuestros paisajes. Dejamos atrás Bermeo, Bakio y enfilamos hacia Plentzia por Arminza y Lemoiz.

—Muy parecida a la nuestra —comentaban.

Pero poco a poco, la flema y la ironía iban dando paso a una admiración en silencio apenas contenida.

Tras ese round, quedaba bastante tiempo antes de la comida. Ellos acostumbran a zanjar ese trámite antes del mediodía, pero la diferencia horaria había sumido sus estómagos en la más absoluta confusión, por lo que se dejaron hacer.

De Plentzia a Bilbo tomamos la carretera vieja, parando un momento en Barrika y finalmente puse rumbo a los paisajes montañosos del duranguesado, con la visita de rigor a Urkiola. Deshaciendo camino, les ofrecí un tentempié en un caserío-restaurante en las faldas de Atxarte. Lo tomamos fuera, contemplando a lo lejos una cuadrilla de montañeros que comenzaban la temporada retando verticalmente al pico y de cuyas voces sólo sobrevivía el eco, como sonidos perdidos en un frontón.

Juan, el propietario, me preguntó si íbamos a comer allí y cuando le contesté que no, mirando de reojo mi reloj, John preguntó para qué eran las enormes parrillas que había visto en la parte baja del caserío.

Le expliqué que la especialidad del sitio eran el cabrito y el cordero y aquello reavivó las brasas de su ego y se apresuró a decir que no hay mejor cordero ni cabrito que el de su tierra.

Traduje el comentario a Juan y, como no podía ser de otro modo, torció el morro y me dijo que sacaría otra botella de sidra mientras nos preparaba un cabrito a la leña. Que a ver quiénes eran esos que comparaban su famoso cabrito al fuego de sarmiento con cualquier otro de este planeta.

Aceptaron el reto y enviudamos un par de botellas más de sidra casera, que maridaba perfectamente con el queso que curaba el propio Juan y que tuvo reticencias a servir por la desconfianza que le transmitían “el pelirrojo y el mal comido”, términos que me guardé muy bien de no traducir.

Cuando ya se volatilizó el segundo plato de queso y con el pan de hogaza aún caliente, el humo del sarmiento llevaba el aroma de aquello que andaba Juan preparando abajo, a lomos de una suave brisa, llegando y rebotando en todos los rincones de la peña, como las voces de los escaladores, que ya no se oían.

Del cabrito sólo quedó el recuerdo y cuando ya brindábamos por un día completo alzando nuestras copas de txakoli, vimos cómo se acercaban por el sendero los montañeros, siguiendo el rastro del asado que quedaría aun flotando en el valle durante un tiempo.

Juan guiñó un ojo a mis invitados y señaló con el pulgar a los montañeros y me dijo, para su traducción:

—Pregúntales a ver si su cabrito tiene esta capacidad de reclamo.

No hizo falta; los dos se levantaron y estrecharon las callosas manos de Juan en un claro gesto de deportividad, muy anglosajona también.

A partir de aquel día me llamaron “cabrito” en tono cariñoso, en conmemoración de aquella comida improvisada, de la suculencia que el bueno de Juan, sabedor de la calidad de su género y oficio, ofreció a los foráneos, para acallar comparaciones y llevar su recuerdo a tantos miles de kilómetros de distancia.


Luis A. Bañeres

(Texto publicado originalmente en la revista El Txoko del Sibarita, marzo-abril de 2018).

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