Hoy en la página web de El Cultural, aparece un adelanto del próximo volumen de relatos de Fernando Aramburu, El vigilante del fiordo, cuya publicación está prevista para el mes de mayo. Edita Tusquets.

Carne rota

SU PADRE dice hijo, cuando entremos, si me ves llorar, no te asustes, tú sigue adelante, son cosas mías, sólo venir aquí me parte el alma, pero te lo llevo prometiendo desde hace tiempo y hoy cumplo, Borja, ya no lo retraso más. De nuevo marzo, mediodía, han dicho que va a llover. Si quieres no entramos, papá, me basta con lo que me has contado y con ver el apeadero por fuera. Bancos rojos, la cubierta sostenida por columnas, el reloj fijado a una de ellas. El apeadero tiene pinta de haber sido renovado. Llega un tren que se dirige a Alcalá. Baja gente, sube gente. Una señora lleva un perro pequeño en brazos. El perro viste una especie de chaleco. Un chaval con auriculares se sube a un vagón cuando ya van a cerrar las puertas. Todo el mundo está vivo, no hay duda, anda, respira y todo eso. El tren arranca. El tren toma velocidad. El tren se pierde de vista por el fondo. Cables del tendido eléctrico, el brillo de los rieles, nubes. Para entonces el padre, me da un no sé qué volver a este lugar, y el hijo se han quedado solos en el andén. Una paloma busca desperdicios comestibles por el suelo meneando la cabeza adelante y atrás como acostumbran las palomas. Ahí fue. Han pasado los años como pasan los trenes. Uno, otro, otro. El niño dirige la mirada hacia donde señala la manga vacía de su padre. ¿Ves la papelera roja? A un costado de la papelera va y viene la paloma. Pues más o menos por ese sitio anduve tirado, aunque yo de la papelera no me acuerdo, no me preguntes cómo salí del tren porque no lo sé, quizá volé por los aires. Yo sentía un calor muy grande en la cara mientras me arrastraba por el suelo. Olía mucho a carne quemada, el calor se me desplazó hasta un hombro y después, imagínate, me fue bajando, yo creía que por el pecho pero tuvo que ser por el brazo, y cuando se me figuró que me había llegado al vientre me dije la has jodido, Ramón, tienes un agujero y de esta no sales. El silencio y la humareda, un silencio de tímpanos reventados, y por último gente que venía a ayudar y gente que huía con sus buenas piernas y sus buenos ojos y todo el cuerpo completo, menuda suerte, aunque algunos sangraran por la nariz. Todavía no eran las ocho de la mañana. Levanté así un poco la cabeza para mirar dónde se me había parado aquel calor que se estaba convirtiendo en un hormigueo cada vez más intenso y no vi ningún agujero, lo que vi es que de medio antebrazo para abajo no había más que unas tiras de tela empapadas de sangre, y me acordé de tu madre en casa y de ti también, que eras tan pequeñito, te había dejado dormido en la cuna y no sabía cómo te podría acariciar en adelante si me faltaba la mano. (sigue)