Reseña sobre el último libro de relatos de Fernando Aramburu, El vigilante del fiordo, aparecida hoy en El Cultural y firmada por Ricardo Senabre.

"Cualquier nueva aportación narrativa de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) debe ser acogida con el mayor interés, porque se trata de uno de los escritores más notables surgidos entre nosotros en los últimos decenios. El vigilante del fiordo es un conjunto de ocho cuentos, alguno de los cuales prolonga la línea temática de la recopilación anterior, Los peces de la amargura (2006), centrado en historias patéticas o mordaces en torno a los problemas del terrorismo en el País Vasco. Pero los relatos de ahora poseen menor intensidad e inmediatez que aquellos, como si el autor hubiera querido distanciarse deliberadamente de los sucesos, mantenerlos borrosos y elusivos y atender más a las consecuencias psicológicas de la violencia: el miedo irrefrenable, la amargura, la sensación insoportable de culpa, la demencia. Por otra parte, la cohesión temática es aquí más débil que en Los peces de la amargura. Hay, en efecto, un par de cuentos que se apartan demasiado del motivo medular y disuenan en el conjunto: el titulado “La mujer que lloraba en Alonso Martínez” -una historia evasiva no bien resuelta, que oscila entre el verismo y la simbología sin inclinarse en ninguna dirección- y “Lengua cansada”, cuyo mayor interés reside en la adopción de la perspectiva del adolescente narrador y en el manejo sutil de la sugerencia. Por el contrario, las elipsis excesivas dañan “Mártir de la jornada”, necesitado de algunas informaciones que se omiten.

A cambio de la inclusión de estas piezas que erosionan la posible homogeneidad del conjunto, se advierten ciertos tanteos encaminados a ensayar modalidades distintas -pero no nuevas en la literatura del autor- en el interior de los relatos. Así, “El vigilante del fiordo” ofrece, junto a los pasajes narrativos de corte tradicional, otros dialogados como literatura dramática (al igual que en “Nardos en la cadera”) y como relato epistolar. “Mi entierro” es un brevísimo cuento puesto en boca de un muerto. “Carne rota”, dura historia acerca de brutal la matanza del 11 de marzo, se compone de distintas secuencias cuyo enlace se realiza mediante anadiplosis retóricas: si una secuencia se cierra con las palabras “me faltaba la mano”, por ejemplo, la siguiente comienza: “La mano era lo único…”, para acabar con “debajo de la manta”, de tal modo que la secuencia inmediata se inicia con la frase: “La manta, ¿cómo no lo había pensado?” De este modo, la diversidad de personajes y casos se manifiesta alojando cada uno de ellos en una secuencia distinta, mientras que la unidad del discurso narrativo aparece subrayada por los nexos que establece la sostenida anadiplosis entre las diferentes escenas.

Contempladas las cosas desde otro ángulo, dos cuentos destacan por encima de los demás: “Chavales con gorra” y el relato que da título al volumen. El primero es una medida crónica del miedo obsesivo, y también del exilio forzado a que se someten algunos individuos amenazados por el terrorismo, siempre temerosos ante la posibilidad de ser localizados y exterminados. “El vigilante del fiordo” es el relato más complejo, con pasajes conmovedores que muestran el poderío de la escritura de Aramburu. El antiguo y desvalido funcionario de prisiones sumido en la demencia al sentirse responsable de la muerte de su madre, que recogió un paquete bomba dirigido a él, mezcla sueños y delirios unidos por una irrefrenable conciencia de culpabilidad, convertido en un ser roto y ya irrecuperable. Ambos relatos muestran como ninguno los flecos dramáticos de la violencia, los residuos que la opresión terrorista deja en la sociedad, sin necesidad de describir directamente acciones, acotando más bien el terreno de los sentimientos y centrándose en las víctimas. En este aspecto, El vigilante del fiordo es un digno hermano de Los peces de la amargura. Aunque sea un hermano menor.