Con motivo de la semana del libro, Amelia Serraller estrena en primicia en nuestra web "Un ciclón en la sombra". Este relato constituye un anticipo de su nueva obra, "Réquiem y marmitako", cuyo lanzamiento a cargo de Ediciones Facta está previsto para el mes de mayo. El nuevo trabajo de Amelia Serraller lleva el subtítulo de "Historias del confinamiento" y cuenta con prólogo del escritor y editor vasco Félix Maraña y portada del artista donostiarra Kanif Beruna.  

Queremos agradecer a Amelia Serraller su generosidad al compartir con nosotros este adelanto de su nuevo libro

 

Un ciclón en la sombra

Maite bajó las escaleras corriendo. Y ya podía hacerlo, porque su cachorro Renton le llevaba un tramo de adelanto. Antes, le hubiera atado en corto con un grito. Ahora, ella deseaba tanto como él pasear por la desierta ciudad y sentir la brisa enredándose por su largo cabello.

Al llegar a la calle, Renton se detuvo bruscamente. ¿Por qué su amita no le había increpado? Y peor aún, ¿cómo era posible que la chavala más veloz del Santo Tomás se hubiese quedado a la zaga? Últimamente pasaban cosas tan raras que, si no fuera por el piar de los pájaros y el sol que extrañamente inundaba la ciudad aquellos días, habría perdido el apetito.

Un minuto y ya estaban listos para recorrer en solitario toda Moraza. Renton pegaba brincos de alegría de ver las calles sin apenas obstáculos: ya estaban a la altura de Urbieta y ni siquiera se habían cruzado con un coche.

“¿Adónde me llevará hoy Maitetxu?” —se preguntaba. Porque, para desahogarse y miccionar, prefería sin dudarlo el Parque de Amara. Pero la Plaza Easo tenía el encanto de coincidir con su perra favorita, una bulliciosa cocker spaniel de nombre Mafalda.

Renton intuía que Mafalda le olía desde la distancia. Y eso que solo se conocían de algunas semanas. Al principio le había atraído de Mafalda su coqueto desparpajo. Pasó un día hasta que jugaron con el mismo palo. Y desde entonces, siempre que se cruzaban, Mafalda había armado un lío. Siempre en el ojo del huracán.

Durante el confinamiento, Renton echaba de menos aquellas persecuciones, los celos de ver a la cachorra ladrar alegremente a un mastín, o la risa que le entraba ante los tirones que Mafalda solía darle a su dueño, un treintañero cántabro llamado Sergio.

“Las hembras son caprichosas” —pensó meneando la cabeza. Maite le conocía bien y advirtió aquel gesto de tristeza. Nadie estaba preparado para aquel dichoso confinamiento. Y por eso mismo les habían unido más.

—¿Qué pasa, Renton? —dijo cuando ya enfilaban el Bellas Artes—. ¿No quieres ir al Parque de Amara?

Renton iba a negarlo con un salto, pero se lo pensó dos veces. Al fin y al cabo, aquel día era más pronto que otras veces. ¿Y si en la Plaza Easo estuviera paseando sus lanas Mafalda?

Ez! –negó con un rotundo ladrido.

—Buuuuueeno, vamos a la Plaza de Easo. ¡Igual vemos a Mafalda y Sergio, ligón! —divertida, Maite le guiñó un ojo a Renton. Prefería mil veces verlo enfadado que triste.

En la esquina del Bellas Artes Maite se detuvo a ver el imponente chaflán donde vivía su tío. ¡Ay, quién tuviera una buhardilla con una terraza como esa! Desde aquel séptimo piso, seguro que se divisaba medio Amara, y por las noches se podían contar las estrellas.

Miró la balaustrada de Txetón. Las dos hamacas vacías, a pesar del sol. Ni rastro de libros. Y lo peor, el triste aspecto de las macetas.

—Ay, Renton: tenemos que llamar al tío. ¿A que tú también le echas mucho de menos?

Bai, baina… ¡Dejémoslo! —en realidad, le encantaba encontrarse con Txetón: siempre ocurría algo inesperado. Era un gamberro, capaz de regalarle una salchicha entera, tirarle su pelotita a los sitios más inesperados o llevarle un rato al Agustín, a ver con todos los hombres el fútbol. Mientras, Maite o su madre podían beberse un refresco, ir al baño o jugar un rato con la pandilla. Solo que últimamente…

—Sí, ya sé. Últimamente está un poco diferente, más pensativo. O es él, y de repente le cambia la cara, como si le hubieran pisado un callo.

Renton asintió meneando las orejas. Pero seguro que no era un callo. Quizás Txetón tenía pulgas, se había torcido una pata o lo peor de todo: no encontraba a su Mafalda.

—No aúlles más Renton. ¿Y cómo estará llevando el pobre esto del confinamiento? Tenemos que hablar con él. Aunque, ¿sabes qué, nene?

Renton se paró en seco para aguzar las orejas. De cuando en cuando Maite tenía muy buenas ideas.

—Con este solazo, si yo tuviera esa terraza, me pasaría allí todo el confinamiento. Y tú y yo dormiríamos observando la Luna desde las hamacas.

Ondo ondo! —gruño entusiasmado Renton., emocionado de sentir cómo la brisa le acariciaba la pelambrera. ¡Qué libertad poder sentir eso mismo las veinticuatro horas del día!

—No te emociones, ¿eh? ¡Que ya estamos casi en la plaza! A ver, tú y yo tampoco vamos mal. ¿Quién te saca todos los días a dar un “superpaseo”?

“Lo cierto es que él me saca a pasear a mí” –pensó Maite con melancólica alegría. En realidad, era el cachorro de su madre Mónica. Y estaba siendo su gran apoyo durante todo el confinamiento. Lo duro no era volver a Donosti sin apenas poder salir de casa. Lo terrible era que el ciclón indestructible de Mónica tenía cáncer de mama.

Se lo diagnosticaron en verano, pero Maite sabía que venía de largo. Desde que ella marchó a Bilbao a estudiar, sus padres no habían parado de reñir. Cualquier excusa era buena: liberar definitivamente Euskadi u honrar a las víctimas, el empoderamiento o las feminazis, yoga o judo, la Real o el Athletic. Verdaderamente, sus padres habían seguido sendas irreconciliables.

“Tiene que haber algo más” –alarmada, le había preguntado un día a su tío Javi. “Ay, Maite, el matrimonio es muy duro. Por eso yo, ¿ves? No tengo ninguna prisa”.

Tito Javi era el hermano pequeño de Mónica. Maite y él siempre estaban de risas, hasta aquella tarde en que la fue a visitar a Las Arenas. Fue un plan improvisado, Maite estaba tan feliz que ni siquiera le importó perderse el concierto de los sábados. Ya estaba bajando la escalera cuando sonó la bocina del Smart. Maite gritó y corrió como una flecha, pero Javi solo la abrazó en silencio. Pasearon hasta perder el rumbo con la humedad inundando palmo a palmo la ciudad. Era como si sus voces se comiesen el bullicio y las risas de los transeúntes, hasta que se hizo tarde y se metieron en el primer tugurio para no pensar.

Y ahora, tres meses y cuatro sesiones de radioterapia después, Maite se enfrentaba sola a los tres. A Ima, a Mónica y al señor Cáncer. Por separado. La primera vez.

En su piso compartido de Las Arenas se había preparado mentalmente. Pero luego todo fue distinto. La pasividad de su amatxo le irritaba: “qué bien lo lleva”, decía todo el mundo. Pero ese era exactamente el problema. Mónica era una mujer de armas tomar y aquella señora discreta no era ni su sombra.

Así que fue al nuevo piso de Ima sin saber muy bien qué esperar. Su padre siempre había sido muy abertzale, pero de ahí de irse de okupa a un pisito en Moraza había un abismo.

—“¡Maitea! ¿Cómo anda mi chica? Venga, pasaaa –dijo Imanol en la puerta, con la voz un poco de falsete.

—¿Qué pasa, aita? ¿Qué se te ha perdido por aquí con estos… —desde la entrada vio a cinco hombres comentando el fútbol; solo dos le sonaban de algo—tu nueva cuadrilla?

—Bueno, ha sido tu ama… ya la conoces. Últimamente estaba muy rara, con todo lo suyo.

—¿Con todo lo suyo? –del enfado, la voz de Maite tronaba—. Cáncer, aita, ¡se llama CÁNCER! No sé cómo puedes dejar a la ama: ¡COBARDE!

Todo día mentalizándose para no decirlo y solo había tardado dos minutos, se dijo Maite para sus adentros. Lo peor era que se había disparado y necesitaba seguir, e incluso insultarles a aquellos semidesconocidos que la miraban aterrorizados mientras subían el volumen del televisor. “Cobardes también. Los hombres son todos unos débiles”.

—Oye, ¿tú qué me has llamado? Haz el favor de mirarme cuando te hablo. Tu aitaaaa es TODO menos un cobarde.

—Le has dejado… SOLA justo AHORA —la voz de Maite parecía un animal herido.

—¿Quieres dejar de decir tonterías y pasar al salón de una vez? No, mejor que no nos interrumpa el fútbol. Vamos a la cocina, TÚ Y YO, a charlar. De cáncer y de otras muchas cosas, ¿eh?

Ima pasó el brazo sobre Maite, que de inmediato se recompuso. La nobleza de su aita le daba fuerzas. Quizás acabase volviendo a casa. Pero para eso aún le quedaba, así que, con extraña suavidad le apartó el brazo y dijo, aparentando seguir muy ofuscada:

—NO, yo me VOY. No se me ha perdido nada por aquí. Agur, aita! —y salió despedida como un bólido.

Y desde aquella tarde, no se separó más de Renton.

 

(@Amelia Serraller)