Artículo de José Serna Andrés aparecido hoy 3 de enero en Deia:

"Uno no encuentra demasiado diferencia entre el hecho de dar el nombre a una persona y darle el apellido. Se supone que, cuando tenemos un hijo o una hija, existe un consenso a la hora de poner el nombre. Si alguien se impone en estos menesteres algo no funciona en la pareja. Por eso, la idea de que se pueda poner el nombre o el apellido que han decidido la madre o el padre no parece que atente contra ninguna norma, sino todo lo contrario, y abre un nuevo camino al diálogo y al entendimiento. Si eso supone un motivo de conflicto conviene que la pareja, antes de alumbrar una vida, se plantee si está preparada para compartir su vida. Y es que alumbrar una vida no es sólo fijar proyectos para una persona o para una pareja, sino abrirse al futuro libre de quien va a nacer, con sus propios sueños y deseos, pero sin renunciar a las propias raíces. No se educa en el vacío, no se deja de transmitir lo que se es y lo que se ha sido. El nombre y el apellido tienen que ver con las huellas del pasado y, aunque se trata de un valor simbólico, mantienen su fundamento referido a determinadas señas de identidad. Y cuando hablamos de ello no solo tenemos en cuenta documentos legales.

 

No se trata, pues, de un hecho intrascendente. El nombre y el apellido, como todos aquellos símbolos que utilizamos en la vida, tienen un significado: pertenencia a una familia, apertura a nuevos tiempos… No es igual utilizar un nombre que otro. Los nombres bíblicos, o los nombres de santos, o de revolucionarios, o de fascistas, o de escritores, o de personajes del Corán, no son neutrales, como tampoco lo son aquellos que conjugan nombres y apellidos. Y no es indiferente que se ponga antes el apellido del padre o de la madre, aunque las regulaciones deberían quedar abiertas, para que se pueda acudir con prioridad a la capacidad de diálogo y entendimiento, pues la ley debe regular lo que no funciona después del diálogo.

Dar nombre a un territorio, a una especie, a un descubrimiento científico, a una calle, a una ciudad, no es indiferente. Hay millones de personas que no poseen partida de nacimiento, que no tienen un nombre en el registro, que son invisibles en el campo del trabajo, de la educación y de la sanidad porque no tienen nombre. Pueden ser compradas y vendidas, desaparecidas. Tener nombre y apellidos, va más allá de lo que un simple papeleo representa. A veces, cuando cambian los regímenes, cambian los nombres de las calles, porque en el fondo, son símbolos que ayudan a recuperar los símbolos de identidad que habían sido borrados en el pasado, aunque también se denomine como reinterpretar la historia.

El nombre, además de ser un derecho fundamental de la persona, parte de la necesidad que tiene cada comunidad de individualizar a sus miembros y de la necesidad que tiene cada persona de identificarse a sí misma frente a las demás. En el origen de innumerables apellidos se indica el nombre de pila y se escribe de diferentes maneras la referencia a un trabajo, habilidades, o características personales, nombres de cosas o animales y, sobre todo el término "hijo de" que dará origen a los linajes y también el relacionado con el lugar de origen o un apelativo común gentilicio. Ni es nuevo ni es extraño que se trate de adaptar esta situación a los nuevos tiempos, porque la voluntad de permanencia, incluso de los antepasados, es algo inherente a la especie humana. Es verdad que siempre hay problemas más urgentes e importantes que el que nos ocupa, pero tampoco es ocioso tener tiempo para los detalles en los que se manifiestan simbólicamente las personas a través de generaciones.

Reconozcamos, también que en ocasiones, el cambio de nombre o apellido significa salir de situaciones humillantes y es posible que un cambio tienda a dar una imagen de un prestigio mayor de lo que en realidad se es, y no precisamente por origen, como ya criticaba en el siglo XVII Calderón de la Barca: "Yo conocí un tal por cual / que a cierto conde servía / y Sotillo se decía; / creció un poco su caudal // salió de mísero y roto, / hizo una ausencia de un mes, conocíle yo después / y ya se llamaba Soto. // Vino a fortuna mejor, / eran sus nombres de gonces, / llegó a ser rico y entonces / se llamó Sotomayor". Hay, por tanto, de todo en la utilización de nombres y apellidos cuando se deja libertad en la regulación, pero da la impresión de que la libertad es el sistema menos malo de los posibles, sobre todo si se aliña con un poco de responsabilidad, un bien no tan escaso como algunas apariencias manifiestan."