Raras veces el adorno superfluo tiene algo en común con la poesía. Lo explica el escritor vasco Alex Oviedo, que me describe los problemas de los habitantes de Bilbao al caminar sobre un puente. Trazado por el orgullo resbaladizo de una estrella de la arquitectura, el suelo del puente se convirtió en pista para acróbatas involuntarios. Ocurre cuando la decoración de nuestras creaciones y los egos de techo alto vencen a la utilidad. A poca distancia de esos errores existe un museo que vincula eficacia y belleza: el Guggenheim. Se sabe con cuánto esmero Frank Gehry dibujó la fachada de planchas de titanio, los muros de cristal, todos los espacios interiores del edificio. Pero todavía resulta más emocionante un detalle casi secreto: la integración de otro puente, éste viejo y anodino, en el conjunto ideado por el canadiense. De manera inesperada, aquella construcción humilde nos sirve ahora con una armonía práctica. Según un proverbio francés, el diablo vive en los pormenores, y por estos rastros minúsculos del cuidado de Frank Gehry vemos al diablo convertido en calidad. Ante tal muestra de respeto, dan ganas de decir a los técnicos de pecho inflado: Señores astronautas, sin renunciar a la estética personal, piensen en adecuar sus diseños a las necesidades de los ciudadanos. De ahí saldrán la poesía del lugar y el agradecimiento de los usuarios. Me lo sintetiza bien una persona cercana: “Los arquitectos deberían recibir la recompensa o el castigo de vivir en las obras que crean”.

Aparecido en el suplemento 'El Cultural'.