De esa forma se definía a sí mismo cuando se encontraba en el ojo del huracán del boom latinoamericano, en la lejana década de los 60. Entonces estaba deslumbrado por París y jugaba a ser un poco enfant terrible. Siempre fue apasionado, tanto en lo personal (primero se casó con su tía Julia; después con su prima Patricia) como en lo literario.

Y seguramente debemos a su sangre caliente esas estupendas páginas que tanto nos han hecho disfrutar a lo largo de los años. Es cierto que, cuando en los 90, se embarcó en aquella campaña política contra Fujimori su estrella perdió algo de brillo. No se puede estar en misa y repicando, y ya había escrito él, del derecho y del revés que la literatura es una amante tiránica que exige exclusividad. No obstante, el paso del tiempo lo atempera todo, incluso esas opiniones tan radicales de los años de juventud. “La literatura es fuego”, escribía entonces, o “escribir es una terrible condena”.  Se declaró bajo la influencia sartreana en la formulación de que el novelista se alimenta del movimiento pendular entre la lucidez intelectual y la irracionalidad artística. Y el punto de partida de toda su teoría literaria se encuentra en el hecho de que la literatura constituye una vocación específica siempre fruto de la insatisfacción frente a la vida. “La materia prima de la literatura no es la felicidad, sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan de carroña”.

 

La fuerza de la pasión obliga a eliminar cualquier otro tipo de dedicación, declara, supone un obstáculo, una intrusión que hay que rechazar “porque la literatura es una pasión excluyente. No se comparte, exige todos los sacrificios y no consiente ninguno […] Extraña, paradójica condición la del escritor. Su privilegio es la libertad, el derecho a verlo, oírlo, averiguarlo todo. Está autorizado a bucear en las profundidades, a trepar a las cumbres: la vasta realidad es suya. ¿Para qué le sirve este privilegio? Para alimentar a la bestia interior que lo avasalla, que se nutre de todos sus actos, lo tortura sin tregua y sólo se aplaca, momentáneamente, en el acto de la creación, cuando brotan las palabras. Si la ha elegido y la lleva en las entrañas, no hay más remedio, tiene que entregarle todo”.

Novelista por encima de todo, aunque ha tocado casi todos los géneros, dice de la novela que es siempre un evidente síntoma de épocas en que la fe entra en crisis. “Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios, que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Éste es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o creen que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida, cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad”.

Ha pasado años siguiendo la estela de Gabo (amigos primero y enemigos cervales después, ni contigo ni sin ti…) y el rastro del Nobel, que tanto tiempo le ha sido esquivo. Ha descrito con todo detalle siempre que ha tenido ocasión cómo y qué es eso del estigma de la literatura. Bueno, parece que la terrible condena no era de “cadena perpetua”, sino que por fin le han dado el pase para la “orgía perpetua”. Nos alegramos, Mario, y te damos las gracias por todas esas páginas con las que nos has hecho disfrutar. Acabas de entrar en el club de los Inmortales. Deja ya de sufrir y goza del momento.