Corría el año 91 y yo era un novato que gateaba en el complejo mundo de la exportación.
Nos encontrábamos en el primer piso de uno de tantos bares que salpican la siempre concurrida Grand Place de Bruselas.
A mi lado, Pierre Van den Bosch, un valón ya en edad de dominó, que acabaría adoptándome como el hijo que hubiera querido tener.
Acabábamos de calzarnos sendas cacerolas de mejillones a la marinera en Chez Leon y estábamos degustando una de aquellas cervezas de alta graduación que tanto gustaban al viejo, en lo que parecía ser mi bautizo local.
Me pidió que cerrara los ojos. Le hice caso, y entonces me dijo:
Ahora oyes murmullos, voces, risas. Hace muchos años, sólo se oían los tacones de botas nazis contra los mismos adoquines que ves. Eso, y un silencio sepulcral de fondo ¿Las oyes? Siempre que vengo, trato de recordarlo. Siempre que vuelvas, recuérdalo. 
Ecos de una Europa siempre enferma.
Hoy, Pierre se asombraría de los nuevos sonidos que sustituyen a aquellos inquietantes taconeos de los nazis contra los que le tocó luchar, sin saber lo que era una brocha de afeitar.
Allá donde estés Pierre, que sepas que siempre cerraré los ojos en este mismo lugar, tratando de evocar sonidos que ya sean historia.
 
Publicado en El Correo 1/04/16