Tras las primeras detonaciones tomé a Eve y a Benjamin de la mano y salimos al porche. La mayoría de nuestros vecinos habían salido de sus casas para levantar la mirada hacia aquella bóveda negra que no hace tanto fue cielo y que ahora se iluminaba brevemente, como un parpadeo, con cada latigazo azul. Poco a poco, como haríamos nosotros, se fueron despojando de las mascarillas y de los depósitos autónomos de oxígeno. En la penumbra alcanzamos a reconocer sus caras, muchas de ellas parcheadas por los trasplantes de piel o fruncidas por las quemaduras. Grisam Tilman, Rene Corbirock, John Buttercap, Mike Polimon, Anaïs Green... Los operarios que estaban vaciando la tierra frente a nuestras casas para cobijar en su interior el nuevo mundo se tomaron un descanso. Subidos sobre sus máquinas colosales, con los cascos y los buzos reflectantes puestos, parecían jinetes a lomos de animales prehistóricos. Ahora que lo pienso, todos éramos como aquellos hombres, luminosos y, sin embargo, insignificantes: eslabones quebradizos entre los estallidos azules y las perforaciones.

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