Los oscuros y alegres ojos del pequeño le devolvieron la tranquilidad a la joven esposa, que veía reflejados en ellos a su propio marido. Una débil sonrisa se dibujó entonces en su rostro. Su paz y su bienestar dependían de los tres grandes amores de su vida, que no eran otros que padre, esposo e hijo, a quienes veneraba por encima de todas las cosas. Ella era el nexo de unión con todos ellos, así como el frágil hilo que entrelazaba sus vidas. Pero haría falta mucho más que la mayor de las tormentas para romper los lazos del destino. Ahora estaba segura de ello.

La noche se cernía cubriendo el mundo con su oscuro velo, mientras los hombres se acostaban en sus hogares, despojándose de sus preocupaciones por el rato que duran los sueños, apoyándose en la creencia que sus vidas dependían de aquel que está en lo alto y que vela por todos, esperando que todas sus preocupaciones y desvelos desapareciesen con el nuevo día.

La loba, que se había despertado poco antes del amanecer, se encontraba acurrucada junto al resto de la familia admirando el milagro del día, que moría cada noche y renacía sin excepción a la mañana siguiente. La luz inundó entonces la tierra y los cielos, despuntando el horizonte con vivos colores que fueron diluyéndose paulatinamente hasta convertirse en un precioso color azul. No habría ventisca aquel día. Aquel era el comienzo del resto de la vida.

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