"Hola, soy Labordeta..." decía el mensaje en el contestador de su móvil. Sus hijas, al referirse a él, también le llamaban Labordeta, al igual que sus amigos. Labordeta era también el nombre de su personaje público, el que aparecía en el periódico o el televisor. Lo asombroso, por inusual, era que entre persona y personaje no mediara distancia alguna. En ambos casos uno se las había con un ciudadano de a pie, atento y ecuánime, que gustaba definirse como un socialdemócrata tímido. La última vez que lo vi fue en su casa, a mediados de mayo, el día en que presentábamos Regular, gracias a dios, su último libro, escrito a pesar de los contratiempos y en el que además tuvo la ayuda puntual de una maravillosa escritora, su hija Ángela. Labordeta llevaba entonces varios meses sin salir de casa, pues las piernas le fallaban y precisaba la ayuda de un andador al que llamaba, sin mayor reparo, el “Lamborghini”.

La noticia de la aparición del libro no se hizo esperar. Como tantas veces sucede, lo que más trascendió de la rueda de prensa fue también lo más anecdótico, un comentario sobre el modo en que el gobierno estaba gestionando la crisis económica como respuesta a una pregunta hecha sin más por un periodista que no había leído el libro que presentábamos, y lo que debería haber sido una celebración de las memorias de Labordeta quedó así oculto tras un titular soso, que meramente lo mostraba “desolado por la falta de soluciones ante la crisis”. (Ésta es la verdad de las noticias, su urgencia por imponerse a una realidad mucho más rica, y así las leemos y leemos el mundo.

No fue el primer libro que hicimos juntos. Antes de Regular, gracias a dios estaba Memorias de un beduino…, esa magistral sesión de puertas abiertas por el Congreso de los Diputados con la excusa de sus ocho años y dos legislaturas al servicio del Chunta Aragonesista y el famoso “A la mierda”. En él, acertaba a mostrar cómo son ellos y a qué dedican su tiempo los señores diputados. Su lectura permitía dejar de juzgar por unas horas a quienes con frecuencia aborrecemos en la pantalla del televisor. Labordeta los mostraba no como majaderos sino como gente empeñada en llevar a buen puerto una tarea, la política, a veces trascendental, con frecuencia redundante, en ocasiones pánfila. Ahí fue cuando caí en la cuenta del porqué lo amaban los españoles: nadie ignora que los seres llamados a inspirar a los demás sólo se mueven entre iguales y son inmunes al cinismo. Él era inmune al cinismo.

La publicación de Memorias de un beduino… trajo algo más: fue la primera vez que un libro suyo tenía éxito, lo que de algún modo le sorprendió. Recuerdo que de todos los autores de la editorial fue con diferencia quien más firmó en un fin de semana de la Feria del Libro de Madrid de 2009: la gente aguardaba paciente para luego recordarle el instante en que coincidieron con él, diez, veinte años atrás, en un pueblo de Teruel o en la isla del Hierro, y él les sonreía socarrón y cómplice. (Nos sucede a todos, pues todos sabemos que existe un vínculo íntimo y perenne que nos une a quienes hemos leído, y se le notaba agradecido por la familiaridad con la que aquellos a simple vista desconocidos le acogían.) Recuerdo haberle sacado una foto desde la puerta trasera de la caseta, ante la sonrisa de una lectora, mientras el librero observa con el brazo apoyando la mano en un estante a su espalda. No se le ve la cara. Sin embargo, esa foto define su modo de ser escritor, siempre dispuesto ceder el protagonismo a quien compra el libro.

Entonces ya estaba enfermo. Le pedí que dedicara un ejemplar a un ser querido, también con cáncer de próstata, y añadió, sin mayor aspaviento, que le trasmitiera de su parte que no debía tener miedo. Él, Labordeta, no parecía tenerlo. Sé que sonará elaborado, pero creo que no lo tenía porque creía demasiado en la amistad para perder tiempo de vida con temores. Los últimos meses, ya lo he dicho, no pisó la calle, pero jamás dejaron sus amigos de visitarle.

A principios de septiembre hablamos por teléfono, le comenté que me iba al extranjero durante unos días. Quiso saber cuándo regresaba; quedamos en que a mi vuelta le visitaría en Zaragoza. Creo que ambos pensábamos que aún había tiempo de sobra.

Días más tarde me encontraba en Richmond, Virginia. Me enteré al despertar, por sms. Todos sabemos que estas cosas no avisan. Busqué el número de su casa en la agenda, pero sólo tenía el de su móvil. No pude llamar al teléfono de un muerto.

Juana, su mujer, compartió con él 52 años. Ha dejado a tres hijas maravillosas, dos nietas, multitud de amigos y de lectores, un buen puñado de canciones, programas de televisión, páginas vividas.

A mí me ha dejado también un recuerdo liviano.

Yo le decía José Antonio y no Labordeta, no sé por qué, y a pesar de usar un tono jovial le trataba con el respeto un poco rígido que a veces se presupone una relación laboral. Él me llamaba con frecuencia, casi siempre antes de comer, casi siempre por algo relacionado con la edición de sus libros. Una vez lo hizo un viernes a las seis y se sorprendió de que tardara tanto en cogerle el teléfono. Respondí medio dormido que los viernes por la tarde librábamos y que me había pillado en mitad de la siesta, y entonces me abroncó suave y burlón, ésas no eran horas para dormir. Fue un comentario que duró menos cuatro segundos. Ambos entendíamos que yo no tenía que darle la menor explicación de mis actos fuera de horas de oficina, pero, por el tono de voz también comprendíamos que sólo lo había dicho por timidez, pues no había sabido qué responder y a la vez se había visto tentado a añadir algo. (Es un tipo de comentario habitual en hombres que se han hecho abuelos y se permiten hablar sin la menor severidad y reprender de broma, mi padre me regaña así con frecuencia. Se trata de hombres enfrentados al pasado bravucón, virulento y cruel de este país y que sin embargo han sabido conservar y trasmitir un comportamiento digno y amable que a veces ni honramos.) Reí al oírle decir que no eran horas de dormir. Le di la razón, y en ese instante vi que me hablaba como se habla a un amigo. Acto seguido, comentó lo que quería comentarme y prometimos retomarlo al lunes siguiente. Es un detalle banal, lo sé. Sin embargo, a veces el recuerdo que prima sobre los demás es el más cotidiano y, como un lector más, sentí que nos unía un vínculo íntimo, perenne y familiar.